LA CONFESIÓN
Quería saber lo que le hacías a mi mamá —continuó, y la voz se le rompió—. Y cuando vi a mi mamá sin ropa y tú parado frente a ella con tu miembro en su boca y también advertí a mi mamá con las piernas abiertas y tú le lamías su vulva lampiña hasta su ano… Y penetrabas con tus dedos en su recto….
El miércoles por la mañana, los tres: Wendy, Astrid y yo, desayunábamos en un silencio cómodo. Mi esposa, Wendy, irradiaba una energía profesional y seductora. Vestía un elegante traje de falda lápiz en color azul marino y una blusa de seda marfil. Su figura, esbelta y curvilínea, estaba realzada por el corte impecable de la tela. Su semblante, con un maquillaje apenas perceptible que solo acentuaba sus intensos ojos cafés, rebosaba de una belleza natural.
Mientras se acercaba a la mesa, un sutil y sofisticado aroma a gardenia y ámbar flotaba en el aire, una promesa de elegancia y sensualidad. Con un brillo especial en los ojos y una sonrisa de satisfacción, se dirigió a mí y se sentó en mis piernas con un gesto lleno de cariño y dominio. Al hacerlo, la falda ajustada de su traje se deslizó ligeramente hacia arriba, creando un roce eléctrico. Por un instante fugaz, se hizo visible el borde de sus medias de seda negras y la delicada y fina cinta de encaje del liguero que se asomaba bajo la tela.
Astrid, que terminaba su tazón de cereal al otro lado de la mesa, alzó la vista. Ella lucía su uniforme escolar: una falda a cuadros escoceses en tonos grises y blancos, la blusa blanca almidonada y unas medias blancas, densas y suaves, que ascendían hasta el muslo, un conjunto que combinaba pulcritud e inocencia. Su cabello, del color del azabache, recogido en una coleta alta, dejaba al descubierto la delicada y vulnerable curva de su cuello. A diferencia de su madre, el aire que la rodeaba olía a fresas frescas y vainilla, un efluvio dulce e infantil.
Un destello de curiosidad, rápido como un parpadeo, cruzó los ojos de Astrid al notar la sutil y audaz revelación en el atuendo de su madre, especialmente el contraste entre la formalidad del traje y la prenda íntima. Sus ojos se detuvieron en el borde de seda, luego bajaron hasta sus propias medias sencillas, antes de clavarse en mí. Era una expresión que, silenciosamente, medía la distancia entre su niñez y la feminidad recién vislumbrada.
Acto seguido, Wendy se inclinó hacia mi oído y me solicitó con un tono de habla bajo y autoritario, que era parte de su encanto:
—Necesito que me lleves a mi trabajo y a Astrid a la escuela.
Durante el desayuno, con Wendy aún sentada sobre mis piernas, Astrid preguntó:
—Papi, ¿podemos pasar por Michelle y Camila? Quedamos en que iríamos juntas hoy.
La mirada de Astrid no se despegaba de la curva donde la falda terminaba y el encaje del liguero comenzaba, como si estuviera explorando un mundo prohibido.
Wendy, ajena a la tensión, tomó su taza de café y nos observó con una sonrisa suave y apacible:
—Son tus amigas de las que tanto hablas y con las que te acompañó Papi para comprarles a todas sus trajes de baño, cariño? No hay problema. Y… ¿cuándo las invitas a comer?
Intervine:
—Claro que sí, As. Me parece una idea fantástica.
Astrid, entusiasmada, exclamó:
—¡Sí, mami! Son Michelle y Camila. Papi las conoció ayer cuando fuimos de compras ayer.
El viaje al trabajo de Wendy transcurrió con nuestra habitual conversación matutina, salpicada por los ocasionales comentarios de Astrid sobre la escuela.
De pronto, Wendy se giró ligeramente hacia mí desde el asiento del copiloto y preguntó:
—Cariño, ¿has visto la bolsa con mis compras de ayer en la tienda de lencería? La dejé en el coche, ¿verdad?
—Sí, aquí está —respondió Astrid con calma.
—Ah, qué bien —susurró Wendy, con la voz bajando a un murmullo—. ¿Podrías guardarla en la cajuela o en algún lugar donde no se me vaya a perder y las niñas no vean lo que compré?
Una vez que Wendy se despidió con un beso rápido y entró a su oficina, Astrid se desabrochó el cinturón con un clic y, con una agilidad felina, se deslizó al asiento del copiloto.
—Me voy adelante, Papi —anunció Astrid, acomodándose en el asiento y girándose ligeramente hacia mí.
Astrid se inclinó hacia mí, su tono bajó a un registro conspirador que rara vez usaba.
—¿Papi? ¿Dónde pusiste lo que tomé de Michelle y Camila? Los… ya sabes, las prendas íntimas que tomé cuando estábamos en los probadores del centro comercial. Las metí en el bolsillo de tu pantalón.
—Sí, As. Las tengo en el bolsillo. A mí también se me pasó por completo. ¿Quieres que se las devuelva ahorita? —La observé de reojo, notando cómo sus ojos brillantes se posaban en el bulto apenas perceptible en mi bolsillo. Una carcajada salió de su garganta.
Condujimos en un silencio denso durante un par de minutos, mientras nos acercábamos a la casa de Michelle. El único sonido era el suave murmullo del motor. De pronto, Astrid rompió la calma, con un tono que había perdido toda su ligereza infantil.
—Papi —inició, mirándome fijamente con sus ojos brillantes—, ¿por qué me dijiste ‘mi amor’ ayer? —Su mirada se detuvo, solo un segundo, en la bolsa de lencería que tenía en su regazo, y luego regresó a mis ojos, esperando una respuesta—. Y… los ligueros y las medias de mamá… ¿así es como se ven puestos? Ya quiero usar los míos.
Astrid entrecerró los ojos ligeramente, como si estuviera recordando el momento exacto.
—Después de hablar con mami. Cuando colgaste. —Hizo una pausa dramática, dejando que el silencio se volviera ensordecedor—. Me dijiste ‘As, mi amor, vamos por tu madre’ y no solo fue una vez. Fueron muchas veces cuando estábamos cogiendo en el auto.
—Lo siento, As. No estuvo bien que te llamara así. Fue un error mío. ¿Te hizo sentir incómoda?
Astrid me miró, y por un momento, el brillo en sus ojos pareció intensificarse. Se inclinó un poco más hacia mí, con la voz apenas un susurro.
—No, Papi —articuló con una pausa deliberada—, no me hizo sentir incómoda. Me hizo experimentar… especial.
Tomé una respiración profunda. La voz de la razón gritaba en mi cabeza, pero era un grito que no podía escuchar. Las palabras salieron de mí sin control.
—As… —murmuré—. Sabes… yo también. Desde el primer día que te conocí, sentí que había algo muy especial en ti. Una conexión que nunca había percibido con nadie más. Siempre pensé que eran solo cosas mías, que era inapropiado, sobre todo por tu edad y porque eres mi hijastra. Pero tú… tú eres realmente especial para mí, Astrid.
—¿Desde cuándo, Papi? —preguntó, su tono ahora era claro y firme—. Y… ¿Fue porque me hiciste el amor por primera vez?
—No sé si fue en ese momento, As. Pero sí sé cuándo comenzó… ¿Recuerdas la primera vez que te conocí? —Inquirí, mi mente retrocediendo en el tiempo.
—Aquella noche, cuando salimos a cenar con tu mamá. Recuerdo cada detalle de ese día. Cómo ibas vestida con ese top negro y la falda blanca. Te veías tan perfecta, tan increíblemente hermosa. Y el roce de nuestras manos, por un instante, cuando te abrí la puerta del auto… La forma en que me observabas durante la cena, y lo que sucedió en la sala de tu casa. Recuerdo la sensación de tener tu frágil cuerpo entre mis brazos, la suavidad de tu piel y la dulzura de tus pequeños labios rojos. Experimenté algo que no puedo describir.
—Yo también recuerdo esa noche, Papi —comentó, su voz sincera—. Recuerdo la forma en que tus ojos me seguían, como si fuera la única persona en ese restaurante. La manera en que me contemplabas, no como una niña… sino como una mujer. —Se inclinó un poco más, y pude sentir el calor de su cuerpo envolviéndome—. Recuerdo la sensación de lo sucedido en la sala. Tus besos eran una mezcla de miedo y deseo, y me gustó la forma en que me tocaste, la manera en que tus manos exploraron cada parte de mi cuerpo. Me guiaste en cada movimiento, enseñándome a recibir y a dar placer con la boca, y aprendí a hacerlo para ti. Te besé, te palpé… y no pude parar.
Tomé aire, sabiendo que mi siguiente pregunta era la más importante que haría.
—As —le dije—. Quiero que me digas la verdad. ¿Por qué aquella noche? ¿Por qué optaste por…? —Mi voz se quebró—. ¿Por qué determinaste tener relaciones conmigo?
Bajando su mirada, respondió:
—Porque desde la primera vez que te vi, tuve la impresión de que te tenía que tener. Era una necesidad. No fue algo que planeé, simplemente pasó. Y cuando estábamos los tres, mamá y tú a su lado y yo en el sillón viendo películas en la sala, y vi cómo tocabas a mamá por debajo de sus ropas y la besabas, surgió un deseo enorme. Y luego, cuando percibí por primera vez la calidez de tus manos, la forma en que me besaste, entendí que no era solo un juego. Era algo que quería. Y me gustó la forma en que tus ojos me miraban, la forma en que me trataste. Me hiciste experimentar mujer y deseada. Y por eso, Papi, quiero seguir haciendo el amor contigo.
—As —la pregunta me quemaba la garganta—. ¿Por qué te cambiaste a algo tan ligero aquella noche, en la sala, cuando fui a la cocina por las botanas?
Ella no replicó de inmediato. En cambio, su mano, pequeña y delicada, se posó sobre la mía en el volante. Pude percibir su calor, una pequeña brasa de contacto prohibido.
Finalmente, rompió el silencio con una voz que había perdido todo rastro de inocencia.
—Quería que me vieras, Papi —confesó, mordiéndose los labios—. Quería que me contemplaras… como a una mujer. Y estar linda para ti.
El recuerdo volvió a mí. Lo tenía tan vivo en mi mente que parecía estar ocurriendo de nuevo, en ese mismo instante. La había visto regresar de su habitación, con una blusa de tirantes sin brasier y la tela tan fina que sus pequeños senos se transparentaban. Y debajo, unos shorts muy cortos que no cubrían el borde de sus glúteos. Pude ver claramente la curva de sus caderas y la ausencia de ropa interior.
—¿Por qué hiciste eso, As? —pregunté, percibiendo un nudo en la garganta—. Te pusiste algo tan ligero, que tu mamá protestó… y me encantó verte así vestida.
La observé, mis ojos buscando una respuesta en sus bellos ojos cafés brillantes.
—Y… ¿por qué elegiste espiarnos? A tu madre y a mí… cuando estábamos en su habitación teniendo sexo?
Astrid no apartó la mirada. Guardó silencio por un instante. Su respuesta no llegó de inmediato, pero cuando lo hizo, la voz era tan suave que apenas podía oírla.
—Escuché que mi mamita se quejaba mucho… —manifestó, y sus dedos se deslizaron sobre la bolsa de lencería en su regazo.
—Quería saber lo que le hacías a mi mamá —continuó, y la voz se le rompió—. Y cuando vi a mi mamá sin ropa y tú parado frente a ella con tu miembro en su boca y también advertí a mi mamá con las piernas abiertas y tú le lamías su vulva lampiña hasta su ano… Y penetrabas con tus dedos en su recto…
Astrid, con una sinceridad que me desarmó, continuó hablando.
—Cómo no notaron mi presencia, Papi. Ni siquiera cuando entré. Me quedé a ver más. Vi tu pene… tan grande y duro. Me emocioné. Y me gustó. Vi cómo se la metías por su vagina y por el culo, ella gemía y repetía ‘no pares’. Pero también me sorprendió ver cómo mi madre te chupaba tu verga. La manera en que usaba su boquita y su lengua para engullirla con una agilidad que no pensé que le fuera a gustar tanto. —Es una experta, ¿verdad, Papi?
Astrid entrecerró los ojos, como si estuviera reviviendo el momento exacto.
—Después salí de la habitación, y resolví esperarte despierta en la sala. —Su tono se volvió un susurro—. Para que me enseñaras el placer de ser una mujer y dejar de ser una niña. Y ya recordarás lo que sucedió esa noche.
La confesión de su deseo, tan cruda y honesta, desdibujó por completo las últimas barreras de mi propia contención.
—Astrid —mi voz salió ronca, cargada de una emoción que no podía ocultar—. Sabes… tus besos. Esos besos en la sala, los recuerdo perfectamente. Y me gustaron. Me gustaron mucho, As.
—A mí también me gusta que me beses, Papi —susurró, y una pequeña sonrisa, esta vez clara y sin ambigüedades, iluminó su rostro. Mientras conversaba, su mano se extendió lentamente hasta encontrar la mía, y sus dedos se entrelazaron con los míos en un gesto a la vez tierno y decididamente íntimo—. Me encanta estar a tu lado —añadió, apretando mi mano suavemente.
El aliento de Astrid, dulce y cálido, rozó mis labios. Antes de que pudiera reaccionar, sus ojos se cerraron y ella se inclinó aún más, sus labios suaves y húmedos se posaron sobre los míos. Fue un beso breve, tierno y a la vez lleno de una promesa prohibida, un delicado roce que me dejó sin aliento, una chispa que encendió un fuego latente.
Nos habíamos detenido justo frente a una casa de dos pisos, que reconocí como la residencia de Michelle.
Justo en ese instante, un golpecito en la ventanilla del copiloto nos sobresaltó a ambos. Michelle estaba allí, sonriendo y haciéndonos señas para que Astrid bajara la ventana. Sus ojos curiosos se dirigieron brevemente hacia mí antes de enfocarse nuevamente en Astrid.
Con una rapidez sorprendente, Astrid se separó de mí, aunque sus dedos aún rozaban mi mano. Su sonrisa era ahora más amplia y aparentemente inocente mientras atendía a su amiga:
—¡Hola, Mich!
Mientras Michelle abría la puerta trasera del coche para abordar, Astrid soltó mi mano por completo y se giró en su asiento.
Al subir, Michelle, con una sonrisa y los ojos entrecerrados, exclamó:
—¿Por qué tanto beso? ¡Parecen novios!
Astrid, quizás ligeramente tensa, se giró hacia Michelle.
—¡Ay, Michelle, no exageres! Somos cariñosos, ¿qué tiene de malo? —Su tono era ligero, intentando restar importancia al comentario de su amiga.
Michelle se encogió de hombros y contestó:
—Nada, nada… solo digo. Mi papá no me besa así.
Mientras continuábamos el trayecto de un par de cuadras, la tensión en el coche se había transformado en una vibración juvenil. Astrid, visiblemente nerviosa por el comentario, intentaba iniciar una conversación trivial con Michelle. Entonces, llegamos a la casa de Camila. Ella ya estaba esperando en la puerta, vestida con su uniforme y con una alegría radiante al ver el coche.
Al abrir la puerta trasera y subir, Camila saludó efusivamente a Astrid y a Michelle con un beso en las mejillas.
—¡Hola, chicas! ¡Qué bueno que ya llegaron! Estaba a punto de mandarles un mensaje —indicó Camila, ajustando su mochila en sus piernas y observándome por el espejo con respeto antes de volverse a sus amigas.
Una vez que Camila se hubo acomodado, Michelle no perdió el tiempo y, levantando una ceja hacia Camila, le preguntó:
—Oye, Cam, ¿y a Papi no lo vas a saludar? ¿A él no le das un beso?
Astrid, que ya se había girado en su asiento para mirar hacia atrás, se rió nerviosamente, intentando disimular.
—¡Ay, Michelle, no seas tonta!
Los ojos de Camila, grandes y curiosos, se abrieron un poco mientras veía a Michelle y luego, con una inocencia desarmante, se posaron en mí.
—Oh, ¡claro! Lo siento, señor —articuló con un rubor en las mejillas. Camila se inclinó desde el asiento trasero y me dio un casto beso rápido en la mejilla, expresando con su tono alegre—: ¡Buenos días, Papi! Y muchas gracias por el traje de baño y lo demás, ¡está súper padre, me encantó!
Astrid, contemplando la interacción, intervino con un tono que mezclaba una ligera autoridad con un matiz posesivo dirigido a Michelle.
—Mich —señaló—, ¿y tú no vas a agradecerle a mi papá por las compras del bikini y la lencería? Yo ya le di las gracias ayer —añadió, tomando mi mano brevemente y apretándola con una intensidad que solo yo pude comprender.
Camila se giró hacia Michelle amablemente y repitió la pregunta de Astrid:
—Sí, Mich, ¿y tú ya le diste las gracias también?
Michelle replicó en tono juguetón:
—¡Está bien, está bien! Ya voy —Se inclinó hacia adelante y me dio un beso rápido en la mejilla, proclamando con cierta malicia—: ¡Gracias, Papi! Me encantaron las tangas, pero mucho más las medias y el liguero.
En ese momento, para mi sorpresa, y también la de Astrid y Camila, Michelle se inclinó un poco más y me dio un segundo beso, esta vez en los labios. Fue un contacto suave y tierno que duró apenas un instante antes de que se recostara en su asiento.
Tras el inesperado beso, Astrid se abalanzó sobre mi mano, entrelazando sus dedos con los míos con una presión que transmitía una mezcla de posesividad y ligera tensión. Michelle rompió el silencio con una risita, y dijo con una mirada traviesa dirigida a Astrid:
—Parece que a la novia le dieron celos.
Camila, que hasta ahora había permanecido en silencio, quizás un poco confundida por el beso inesperado de Michelle y la tensa reacción de Astrid, intervino con su tono dulce e inocente. Observó primero a Astrid y luego a mí con curiosidad.
—Papi —empezó, con sus ojos grandes y brillantes fijos en mí—, ¿tú tienes nuestros… ya sabes… los calzones que As escondió en el bolsillo de tu pantalón?
Astrid soltó una carcajada estridente que rompió la tensión como un cristal. Su risa incontrolable llenó el pequeño espacio, y con un movimiento rápido, se llevó la mano al bolsillo de mi pantalón.
Mostró un puñado de tela. Desdobló las prendas una a una, exhibiéndolas en el aire con un gesto teatral. Primero, unas bragas de un rojo intenso que parecían brasas vivas. Luego, otras bragas de un azul eléctrico que brillaban bajo la luz de la mañana. Finalmente, unas suaves bragas de algodón rosa, todas de tipo bikini casi infantiles en su simplicidad.
—¡Esas son mis bragas rojas! —exclamó Michelle, su voz una mezcla de asombro y reclamo. Se inclinó hacia adelante, intentando arrebatárselas a Astrid, pero esta las alzó fuera de su alcance.
—¡Y las azules son mías! —exclamó Camila.
Camila parpadeó, su confusión inicial dando paso a una mirada de perplejidad mientras sus ojos se fijaban en la tercera prenda, las suaves bragas de algodón rosa.
—Espera —repuso, su voz más alta y dubitativa—. Esas… esas rosas son tuyas, As, ¿verdad?
Michelle, que había estado a punto de arrebatar sus bragas rojas, se detuvo repentinamente y preguntó atónita:
—Astrid, ¿por qué tu papá también tiene tus calzones? —preguntó Michelle, inclinándose hacia adelante y volteando a verme.
Camila, con los ojos fijos en mí a través del espejo, añadió con una voz que era casi un susurro, pero llena de sospecha:
—Sí, Papi, ¿qué haces con la ropa interior de As?
El momento era irreversible. Las compuertas se habían abierto y yo sabía que Astrid no iba a retroceder. Solo pude mirarla, esperando la inevitable respuesta que confirmaría el secreto que compartíamos.
Astrid respiró hondo, su mirada traviesa y una sonrisa se dibujó en sus labios, pero con un matiz de complicidad más profunda. Vio fijamente a Camila, y luego a Michelle, y tomando mi mano, confesó:
—Esas… sí, Camila, esas son mis bragas —afirmó Astrid con tono claro y decidido, un rubor en sus mejillas delatando su emoción. Bajó la prenda rosa, todavía doblada, y la sostuvo en su mano, casi como si fuera un trofeo—. Papi las tiene porque yo se las di… Ayer, antes de entrar a la escuela.
Casi susurrando volteó hacia sus amigas, aunque lo suficientemente alto para que yo lo escuchara perfectamente:
—Pero no les puedo decir por qué. Es un secreto. Solo de Papi y mío.
Michelle y Camila se miraron con una mezcla de confusión, incredulidad y una chispa de envidia.
—Espera un momento —intervino Michelle, rompiendo el silencio con un tono que era una mezcla de escepticismo e interés—, ¿un secreto? ¿Pero qué clase de secreto? Mira, As, esto no tiene sentido. Piensa bien:
Camila, con su habitual dulzura pero con un hilo de firmeza, asintió y comenzó a enumerar:
—Sí, As. Primero, Papi nos compra trajes de baño y lencería, y no solo a ti, ¡sino también a nosotras! Segundo, tú le dices “Papi” a él en lugar de su nombre como hace tu mamá. Michelle los ha visto besarse.
—¡Tercero! —añadió Michelle con énfasis, levantando el dedo—, ayer tú y Papi casi todo el tiempo estaban tomados de la mano en el centro comercial y ahorita estás haciendo lo mismo.
Camila continuó:
—Cuarto: tú te pones celosa porque Michelle le da un beso.
Michelle sonrió, asintiendo.
—Quinto —prosiguió Michelle, clavando su mirada en el pequeño trozo de tela rosa que Astrid aún sostenía—, Papi tiene tus calzones guardados en su bolsillo.
—Y último: ayer que te levantamos la falda no traías nada abajo.
Michelle y Camila se observaron, el escepticismo había desaparecido por completo, reemplazado por una mezcla de curiosidad y una sospecha que, para ellas, ya era una certeza.
—A ver, Astrid —demandó Michelle, inclinándose tanto hacia adelante que su rostro casi tocaba el asiento del copiloto—. No nos cuentes que es un “secreto”. ¡Esto no es un secreto, es algo más…!
Camila, con la voz templada por la inminente revelación, formuló la pregunta definitiva que flotaba en el ambiente del coche, viéndome directamente a través del espejo retrovisor con sus ojos grandes y desafiantes:
—Astrid, sé honesta, ¿ya te has acostado con tu papá… Ya te cogiste a tu papá?
Astrid se puso roja como un tomate y nerviosa. Soltó mi mano y, con un movimiento rápido, guardó sus bragas rosas de nuevo en mi bolsillo, sus dedos rozando mi entrepierna deliberadamente en el proceso.
—Qué observadoras son, chicas —expuso, con un tono que la hacía sonar más madura que nunca—. ¿No saben que las novias pueden hacer regalos íntimos a sus novios? —Elevó una ceja, disfrutando del absoluto silencio que se había instalado en el asiento trasero.
Michelle abrió la boca para replicar, pero Astrid no le dio tiempo.
—Y en cuanto a tu pregunta, Camila —siguió Astrid, manteniendo su mirada fija y desafiante—. Sí, somos novios. Y sí, Papi y yo hemos estado haciendo el amor.
El impacto de la confesión fue físico. Michelle se recostó contra el asiento como si la hubieran empujado, y Camila se llevó ambas manos a la boca.
—¡No puede ser! —susurró Michelle, sus ojos moviéndose entre Astrid y mi reflejo en el espejo.
—¡Es en serio, As! —exclamó Camila, con un hilo de voz que apenas se oía.
Astrid asintió victoriosa.
—Claro que es en serio.
Las dos se miraron, procesando la verdad, y exclamando a la vez:
—¡… tu novio!
—¡Lo sabía! —exclamó Michelle, su mirada fija en nosotros y triunfante. Sus ojos, antes curiosos, ahora destilaban una aguda perspicacia. Camila, por su parte, asentía lentamente, y me observaba con curiosidad.
—¡Por eso siempre están tan pegaditos! —añadió Camila, sus ojos fijos en la posición de la mano de Astrid, como si esa fuera la pieza final del rompecabezas. Se inclinó hacia adelante, la voz bajando un tono, teñida de una excitación casi conspirativa—. ¿Desde cuándo son novios? ¡Cuenten!
—¡Ay, Mich, Cami, ¡qué chismosas! —exclamó Astrid con una risita, soltando mi mano para gesticular—. Es nuestro secreto, ¿verdad, Papi?
Sus ojos brillaron con intensidad y desafío.
Michelle, se giró hacia mí, sus ojos entrecerrados con picardía.
—Sí, ¿verdad, Papi? ¿Por qué no nos cuentas tú? Porque Astrid ya contó su parte con las bragas y confesó que es tu novia… Ahora te toca a ti. ¿Desde cuándo son novios?
—Bueno —proseguí, mi voz buscando un tono casual—. No fue exactamente… de inmediato. —Hice una pausa, saboreando el momento, sintiendo cómo sus ojos se clavaban en mí. Astrid me lanzó una mirada rápida de advertencia, pero también de intriga por lo que diría—. Nos hicimos… novios —continué, la palabra sonando extraña en mi boca en ese contexto—, fue días después de conocernos. Primero salimos a cenar su mamá, As y yo, y pues esa noche…
Michelle, llena de curiosidad, se inclinó entre los asientos, su rostro a centímetros del mío, sus ojos escrutando mi expresión.
—Pero Papi, no seas así. Cuéntanos más. ¿Qué pasó en la noche?, ¿acaso esa noche tu y tu hijita…?
El coche se estacionó frente de colegio y se llenó con el silencio expectante mientras Michelle y Camila me observaban, sus rostros una mezcla de asombro y una curiosidad casi tangible. Astrid, aún con su sonrisa victoriosa, se volvió hacia ellas.
—Está bien, chicas, ya saben una parte del secreto —reveló Astrid—. Pero ahora de entrar a clases. Después yo les cuento más.
Michelle resopló.
—¡Ay, As, qué mala eres! Nos dejas con la intriga.
Camila, con una sonrisa más suave, asintió.
—Sí, As, pero al menos ya sabemos por qué están tan pegaditos. Es lindo. —Su comentario, teñido de una ingenuidad perturbadora, hizo que la atmósfera se relajara ligeramente.
—Papi —mencionó Michelle, acercándose a mí mientras Astrid y Camila recogían sus mochilas. Su con un susurro conspirativo—. Si quieres que guardemos el secreto, tendremos que hacer un pacto. —Sus ojos brillaron con una picardía intensa.
Camila, por su parte, se acercó al otro lado, su mano rozando mi brazo.
—Sí, Papi, como ya sabemos su secreto —propuso con cierta coquetería—. Y ya somos cómplices y también queremos… beneficios.
Astrid, intervino:
—Mi Papi ya nos compró lencería y los trajes de baño para la excursión ayer, ¿eso no cuenta como beneficios?
Michelle, apoyando a Camila continuo.
—Bueno, As, eso fue ayer. Y sí, está muy bonita toda la ropa me encantó y las compras fueron porque nos portamos muy bien . Pero a lo que me refiero es a partir de hoy y queremos algo más… personal —afirmó, y sus ojos se clavaron en los míos, cargados de una clara insinuación.
Camila, por su parte, asintió vigorosamente.
—Sí, beneficios… de los que te hacen sentir… especial —añadió, y el rubor en sus mejillas reapareció, aunque esta vez iba acompañado de una mirada audaz que se posó en mí, y luego, de reojo, en Astrid—. Tú sabes a qué me refiero, Papi, y queremos oír qué más ha pasado entre ustedes.
Astrid soltó una risa corta y miró a sus amigas, y después a mí.
—Parece que mis amigas quieren saber todos nuestros secretos y algo mas. ¿Qué les vas a contestar? —Su tono era desafiante, pero la chispa en sus ojos indicaba que disfrutaba el dilema en el que me habían puesto.
—Chicas, tranquilas —aseguré, mi voz sonando más firme de lo que me hallaba, mientras señalaba las puertas de la escuela que ya comenzaban a cerrarse—. Miren, la escuela va a cerrar. Es hora de entrar. Después hablamos de todo esto, ¿sí? Y sí, por supuesto que podemos hablar de los detalles con Astrid, y también de… los beneficios para todas.
Michelle y Camila intercambiaron una mirada rápida, sus sonrisas ampliándose. Astrid, a mi lado, soltó una risita suave y apretó mi mano, un gesto rápido y me dio un beso fugaz en los labios antes de soltarla. Las tres abrieron las puertas del coche y salieron, sus risas juveniles resonando mientras corrían hacia la entrada, apenas logrando pasar antes de que el conserje cerrara las pesadas puertas de metal.



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