La madre de mi fámula
Ayer lunes, mi fámula llegó a trabajar, en compañía de su madre. Ésta insistía en ayudarle a su hija con el quehacer, pero nos pusimos a platicar. Ya saben, pronto llegaron los comentarios íntimos que mostraban lo que ella sabía de mí y lo asiento en este relato..
Cuando le abrí la puerta a mi fámula quien viene tres días a la semana a hacer el aseo. Me sorprendí al ver que venía acompañada de doña Lupe, su madre, una cuarentona quien inició trabajando con nosotros hace muchos años. Pensé que era porque querían terminar pronto el trabajo ya que tendrían alguna otra cosa que necesitaban hacer al concluir. Así que no pregunté y se pusieron a trabajar. Comenzaron con mi recámara.
–¡Qué eficientes son!, pronto van a concluir trabajando juntas – le dije a doña Lupe cuando terminaron de tender la cama y ella llevaba las sábanas rumbo a la lavadora– ¿Tienen prisa porque van a ir a algún lado después?
–No, señora, sólo que no me puedo estar quieta –contestó doña Lupe.
–Entonces, mejor le invito a tomar un cafecito en la terraza y platicar, deje que su hija haga lo que le toca a ella –la invité y ella aceptó.
Cuando se retiró hacia el cuarto de lavado, me di cuenta que se llevó a la cara la sábana, exactamente donde estaba la mancha del atole que me escurrió con el mañanero que me dio Saúl. Aspiró varias veces el aroma y no dudo que le haya dado lengüetazos, pues antes de prender la lavadora, escuché un suspiro… Me quedé en la cocina para preparar el café, pero me pregunté si diez años antes, doña Lupe habría tenido qué ver algo con el pitosuelto de mi marido, pues no fueron pocas las sirvientas que tuvieron sexo con mi esposo y yo me vine enterando mucho después que ellas habían renunciado. En particular, doña Lupe se retiró porque el marido ya no quiso que ella trabajara para dedicarse a atender a los hijos. Pero hace poco él la abandonó y ella regresó a sus actividades laborales, aunque ya no en mi casa porque su hija ocupaba el lugar.
–¿Puedo ponerle miel? –me preguntó señalando el frasco después que serví el café.
–¡Claro, ya sabe que está en su casa! –le dije y ella tomó una de las tazas para ponerle miel.
Me empecé a poner celosa por nada, ya que mi marido toma el café así. “¿Así lo aprendió de él mientras le servía el café, encuerados los dos?”, me pregunté imaginándola con calentura de los treintas, cuando muchas se inician como mancornadoras. Yo me inicié a los 24 en esos menesteres cogiendo con Roberto. Caminamos cada quien con su taza y salimos a sentarnos a la mesita de la terraza.
–¿Cómo le ha hecho desde que la dejó su marido? –pregunté, refiriéndome a los ingresos.
–Pues, la verdad, al principio fue difícil, pero se fue mejorando la cosa con la ayuda de mis hijos, quienes también siguieron estudiando y obtuvieron las becas y yo un apoyo económico como “madre soltera” –contestó, sintiéndose orgullosa de su familia– Donde sí me ha resultado difícil es en las necesidades como mujer.
–¿A cuáles necesidades se refiere? –pregunté socarronamente.
–A esas que usted satisface muy bien, las sábanas de los lunes siguen igual de olorosas y manchadas que siempre –contestó sonriente y pícaramente, antes de darle un sorbo a su taza–. Es muy afortunada al seguir con su marido en tan buena forma los dos– y yo recordé que el sábado también pasó Eduardo por mi recámara.
–A veces le ayudan algunos amigos míos… –contesté cínicamente, yéndome de la lengua, pero ya ni modo…
–Sí, no ha de ser tan malo, sólo es mal visto por algunos, pero ha de dar mayores satisfacciones –dijo sin sorprenderse–. Eso hubiera hecho yo antes que mi marido me dejara y hubiera tenido menos problemas para satisfacer mis bochornos nocturnos –dijo y con esto supuse que no hubo nada entre Saúl y ella, al menos mientras trabajó con nosotros.
–¿Y cómo le hace para resolverlo? –pregunté curiosa al abrir una botella de brandy para echarle un poco a mi café– ¿Quiere un poco de piquete? Le pregunté acercando la boca de la botella a su taza, y ella asintió.
–Sí, gracias –me dijo y puso la mano en señal de que era suficiente–. Con eso, porque se me sube pronto. Tan pronto como quieren hacerlo algunos de los vecinos, viudos o divorciados, que me hacen plática en esta privada –confiesa, pues trabaja en el mismo condominio horizontal donde vivo.
–¡Ah, caray!, cuénteme cómo la abordan –supliqué.
–Sí le cuento, pero no le daré nombres –me advirtió, aunque no me sería difícil saber a quiénes se refiriera–. Sólo a dos que tres les he aceptado sus requiebros, pero nunca dinero, que no me lo han ofrecido, pero sí algunos regalitos, además de que no son de malos bigotes y están en muy buena forma para dar satisfacción a mis necesidades –precisó para poner en claro las cosas–. Sin embargo, hay uno que es muy insistente y ya rebasa los 70, pero no quiero porque ¿qué tal si le da un infarto mientras está sobre mí?
–¡Ja, ja, ja! No creo que pase algo así, son muy aguantadores, me consta… –dije acordando me que casi todos mis machos rebasan los 70 o por ahí andan, con excepción de Rogelio, mi “bebé”, a quien le llevo 20 años– ¿Qué tanto le dice? –insistí.
–Es un señor que casi siempre saca a pasear a su perro cuando llego y dice que también lo saca en las tardes. El perro me gruñe y se tira a morderme –en ese momento supe a quién se refería: un sujeto muy atento pero que se le cae la baba cuando me ve corriendo en la zona del jardín comunitario, obviamente porque mis chiches saltan mucho–. Una ocasión que paseaba sin perro y yo lavaba la cochera de doña Talía, le pregunté porque sacaba a un perro tan bravo. Me contestó que el perro sólo se ponía así conmigo, con los demás no. “Ha de ponerse muy celoso al verla”, dijo, y más explicaciones. Dijo que él creía que ocurría así porque de inmediato ha de cambiar mi olor al verla caminar con alguna blusa y falda ajustadas. “Sus movimientos acentúan su belleza”, dijo lanzándose, miró mi pecho y se relamió la boca, también su caminar me excita cuando se retira –explicó doña Lupe, quien también es chichona como yo, pero sus nalgas sí son de concurso.
–Bueno, usted levanta suspiros por donde pasa, eso no es raro –dije exculpándolo.
–¡No! A que no se lo dice a usted que está bonita y su pecho mejor que el mío –retobó.
–Será porque soy casada, tengo 35 años más que usted y mi trasero no tiene un atractivo como el suyo –concluí.
–Será… Pero yo me puse roja cuando me lo dijo y casi caigo, pues me empecé a mojar. Así que lo despedí pronto “porque tenía que trabajar”. El señor sigue insistiendo y yo no quiero problemas, pero tiene mucha labia –terminó dejando ver que quizá sucumba a los piropos tan directos.
–A propósito de labia, ¿le gusta que le hagan el oral? –pregunté.
–¡Pos sí! ¿A quién no? Lo que pasa es que son muy pocos los que bajan por miel, pero todos quieren que se la mamen hasta eyacular. ¡Eso no es justo! ¿Verdad? –señaló.
–¡Claro que no es justo, la cosa debe ser pareja! Nosotras tomamos leche y que ellos tomen flujo, ¡todo el que nos salga, aunque sea con atole hecho con el socio! –dije descaradamente, recordando que se ponen más calientes cuando chupan una pepa recientemente muy cogida por otro.
–Eso es lo que le envidio a ustedes, son felices, aunque a usted la comparta don Saúl –dijo, e inmediatamente hizo un gesto de arrepentimiento, pero era claro que ya se había alegrado al tomar café con piquete.
–¿Y usted cómo sabe que me comparte mi marido? –pregunté, sólo por molestar y sacarla de lo roja que se puso su cara por la mortificación de hacerme dicha afirmación.
–Bueno, yo lo sospechaba, pero por sus comentarios lo confirmé –explicó tratando de señalar que yo fui quien se fue de la lengua y se sirvió más brandy en la taza.
–¿Sospechas de eso? ¿Cómo fue? –pregunté sirviéndome yo también más licor.
–Bueno, generalmente los pelos de las sábanas sólo se diferenciaban porque unos eran más colochos que otros, pero del mismo color. Sin embargo, a veces también había unos, muchos, de color café, como los de hoy…–expresó, tapándome la boca.
–¡Ah…! Pero seguramente nunca se lo contó a nadie… –dije mirándola fijamente a los ojos.
–¡No señora!, ¿cómo cree? Ni a mi confesor. –aseguró.
–¿Pues qué le cuenta al cura? –pregunté extrañadísima.
–Pues mis pecados, hasta los de pensamiento –dijo queriendo zanjar allí el asunto.
–¿De pensamiento? –como qué…
–Pues le he dicho que me entran muchas ganas de pecar al no tener marido que me las calme, pero también las de acción, las veces que me he tirado a algunos –precisó.
–¿Pero eso qué tiene que ver con mi marido? O conque yo tenga uno que otro amante… – y ella se echó un gran trago antes de responderme.
–Es que muchas veces esos pensamientos me surgieron al oler sus sábanas cuando las cambiaba. Se percibía la dicha de ustedes en la humedad de las manchas recientes.
–¿Fantaseaste con mi marido? –pregunté asombrada.
–¡No! Bueno, sí, pero sólo imaginando lo bien que a usted la debía tratar y lo agradable de tener un esposo tan permisivo –confesó.
–¿Por eso oliste las sábanas antes de meterlas a la lavadora? ¿Porque te acordaste de él? –pregunté y ella se sirvió más brandy, dijo “Permiso” antes de contestarme.
–Perdóneme, no me di cuenta que usted me estaba viendo. Pero sí, ¡me mojé! Luego vinieron a mi mente su marido y dos de sus amigos que entonces recibió en sendas ocasiones cuando yo me iba –volvió a confesar, casi arrastrando las palabras por lo tomada.
–¿Alguna vez te tiraste a alguno de ellos? – pregunté aprovechando que “Los niños y los borrachos dicen la verdad”.
–¡No! ¿Cómo cree? Todos se ven muy bien, y sin ropa se han de ver mejor, sobre todos sus amigos que al verla a usted en bata se les levantaba un monte enorme en el pantalón. ¡Dios me libre de hacer algo así con el patrón o con alguno de los amigos de usted! –dijo casi llorando–. Pero lo cierto es que esas noches, de los días que en la mañana me había enervado con el perfume de olor a sexo y acariciaba los vellos sobre la cama, y que a veces me los metía en la boca para saborearlos más, me restregaba la panocha tanto que temía quedarme calva de ahí, pero las venidas de esas pajas valían la pena… –Dijo llorando y sobre la mesa tumbó la cabeza y bajó una mano para acariciarse la raja
La dejé sollozando un rato y, conmovida, me quedé pensando lo difícil que será desear a alguien y no atreverse a tirárselo, que no es mi caso, pues a lo sumo me mandan por un tubo, al menos así me pasó con dos amigos de mi marido. Cuando ya la noté calmada, y pajeada, me levanté de mi silla y fui a su lado. La abracé y le dije que la comprendía, que no siempre teníamos todo lo que deseábamos. “Sé que yo soy muy afortunada al tener un esposo así, cumplidor y consentidor”, expresé y añadí: “Acompáñame a la cocina, ayúdame a hacer la comida”. Sonrió y, tomadas de la mano fuimos a preparar los alimentos para mi cornudo.
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