MUSEO
Para la curiosa de siempre que me pidió detallara mi encuentro con el pintor a quien le monté una obra y él me montó a mí. Ocurrió hace más de 40 años. Lo escribí desde el punto de vista de él como primera persona. Además, en lugar de Tita, usé Dolores Abril, que era el alias con el que me conocían..
Mientras espero en la sala de recepción, examino a través de la ventana el jardín principal del museo. La gran variedad de flores me mantiene extasiado, el encargado de la jardinería lo mantiene en perfecto cuidado y con buen gusto; imagino cómo expresar en un lienzo este colorido. La edificación alta de esta casona de finales del siglo XIX resguarda ampliamente a las flores de las corrientes de aire. Voy construyendo la visión de mi futura obra a partir de las sensaciones visuales; no me agrada tanto la primera imagen, ¡debo darle movimiento!, la quietud puede confundirlo con un camposanto. Veo un colibrí y su vuelo me da una idea para sugerir el movimiento deseado. No recuerdo haber visto colibríes antes en esta zona, ¡pero ahí está! Mecánicamente abro mi libreta de notas, hago algunos bocetos… en eso, entras tú saludando con un “Buenos días”. Miro tu rostro, es muy bello; tardo en contestar el saludo y mi gesto de sorpresa te provoca una sonrisa. Me apresuro a contestar, te saludo y admiro los hoyuelos que la sonrisa forma en tus mejillas.
—Con permiso —dices y vas al escritorio de la recepcionista, a la cual saludas por su nombre—. Me mandó llamar la directora este día —concluyes.
—Sí, sólo la estaba esperando a usted, pues el maestro Güemes ya llegó —te explica señalándome.
Cuando volteas a verme te extiendo la mano y me presento
—Julián Güemes, para servirla —subrayo la palabra “servirla” e inicio una sonrisa amplia.
—Es un verdadero gusto conocer personalmente a un artista tan famoso— dices al tiempo que correspondes a mi saludo y siento la tibieza de tu mano —. Soy Dolores Abril —concluyes tu presentación sin que ninguno haga el intento de separar el tibio lazo.
En tanto la recepcionista entra al despacho de la directora, me inclino para besar el dorso de tu mano y, entrecerrando los ojos, aspiro tu delicado perfume. Trato de seguir la fuente de emanación y me doy cuenta que proviene de tu pecho. El escote es generoso y mi cara se enrojece cuando percibo que te has dado cuenta de lo que miro. Tú vuelves a sonreír al ver mi turbación.
—¡Perdón! —digo con atropello en las sílabas —. No pude identificar la marca de su perfume, eso me distrajo, …es tan delicado…, tan personal… ¡Sí, eso debe ser! pues también interviene la química de la piel para conformar el aroma. Su piel es muy suave —digo al acariciar tu mano, desde tu cara bajo cínicamente y con lentitud la mirada hasta tu pecho para asegurar que: — Toda su piel es muy suave, acariciable…
Lanzas tu risa en pequeñas olas, aceptando que mire cómo se mueve la piel superior de tu seno al ritmo de las agudas y cómplices pequeñas carcajadas.
—Abril es un nombre hermoso, además de tener todo un mes para festejar el onomástico. Es el mes en que Gaia, la madre tierra, se abre para que la fecunden y florezca la vida. Usted es más bella que todas esas hermosas flores del jardín —explico, pensando en que me gustaría que me abrieras tu alma para completar el cuadro que he iniciado en mi mente.
—Es muy galante, Julián —contestas antes de que nos interrumpa la recepcionista, quien había regresado, pero se mantenía algo retirada.
—La directora les pide que pasen, por favor —nos indica mostrando un ligero gesto de contrariedad por entorpecer el inicio de nuestro coloquio.
Mi presencia es para tratar las condiciones en las que se hará la exposición de mi obra en este museo. La amenidad de la charla hace que todo marche bien, sobre todo porque tú te encargarás de la museografía y ello me permitirá estar más tiempo a tu lado. Al salir de allí, y gracias a que la directora nos hablaba a ambos con la misma familiaridad, ya hemos cambiado el rígido trato de usted por el de tú.
Prefieres ver directamente mis obras a la tarde siguiente. Durante la tarde de y buena parte de la noche de hoy he estado haciendo bocetos del cuadro al que llamaré Primavera. Ya tendré tiempo para ver cómo preciso que sea en plena mitad de la estación: en abril…
Acudes a mi estudio acompañada del curador del museo. Hemos trabajado durante varias horas los tres para elegir los óleos, pues convenimos en dejar para otra ocasión los pasteles y los grabados. Hemos oído varios discos compactos que he colocado en el aparato de sonido, el volumen es suficiente para disfrutar de la música pero sin que evite escuchar los comentarios que hacemos.
Terminamos la selección, el curador se retira, pero tú decides quedarte para precisar algunos detalles e informar de ello al fotógrafo y demás personal que participará en la elaboración del catálogo.
Siempre me han excitado los preparativos de las exposiciones y trabajo concienzudamente para convencer a curadores y museógrafos de mi punto de vista sobre cuáles obras colocar y cómo hacerlo. Sin embargo, en esta ocasión dije sí a todo lo que ustedes plantearon, pero fue muy evidente mi frecuente distracción: tu vestido blanco dejaba ver explícitamente que no traías sostén, dibujando la oscuridad de tus pezones; la parte de abajo también daba cuenta de la delgadez de tus piernas y sobre el albo de tu pantaleta se adivinaba un triángulo de intenso negro. Mi distracción fue mayor cuando te asomaste al ventanal, pues a trasluz me arrobaba tu figura. Ahora podré gozar viéndote, sin que me cohíba la presencia del curador.
—Por lo visto pasas más tiempo en tu estudio que en tu casa —comentas al mirar hacia el cuarto que utilizo como recámara.
—Sí. Vivo con mi madre y mis hijos, quienes estudian actualmente en la universidad —aprovecho para dejar claro que no estoy casado—, y ya no requieren tanto de mi presencia, además de servirle de compañía a mi mamá; ella y yo somos viudos.
—¿Has pensado alguna vez en volver a casarte? —preguntas a bocajarro, acercando bastante tu cara y puedo sentir tu aliento provocador.
—La historia es larga y, si tienes tiempo, te la platico.
—Puedes comenzar, hoy no tengo que preocuparme por mis hijos, fueron a casa de su padre y allá pasarán el fin de semana —asientes dejándome ver tu situación familiar.
—¿Prefieres vino tinto o blanco? —pregunto.
—Me gustan ambos, pero lo mejor es tu compañía —contestas quitándote las sandalias y te sientas en el sillón sobre tus piernas, escondiendo tus pies que hace un par de horas había imaginado besar y lamer cada uno de sus dedos—. Elige el que quieras —concluyes.
—Gracias —contesto mientras camino hacia la alacena donde tengo una pequeña cava.
Elijo el mejor de los vinos que tengo, descorcho la botella, y mientras se airea, parto un poco de pan. En eso llegas, te pido que termines de cortarlo, para llevar el vino, las copas y algunos platos de carnes frías que tenía preparados en el refrigerador. Cuando todo está en orden, regresamos a la sala.
—A mí también me agrada tu compañía —expreso para con el afán de reanudar la plática en el mismo tema que la había suspendido.
Sirvo el mejor tinto que tenía reservado para una ocasión muy especial; ves la etiqueta mientras lo sirvo, volteas a mirarme exagerando un mohín de sorpresa y sonríes anticipando la satisfacción. No cabe duda que sabes de vinos.
—Un secretario de estado, quien además de haberme pagado generosamente un retrato que hice de su esposa, me envió tres botellas iguales para mostrarme su agradecimiento. Desde hace tres años las he tenido guardadas. Hoy hay algo muy importante que festejar —digo al tiempo que te entrego la copa.
—Por la exposición de Julián Güemes —brindas después de apoyar un pie en el piso para incorporarte, dejando la rodilla del otro en el sillón, lo que me permite constatar la delgadez de tu pantorrilla.
—Por la museógrafa más bella que he conocido —digo al chocar mi copa con la tuya.
—Sí, seguramente —dices y te ríes abiertamente.
Callas de golpe para beber el primer trago cando termina el concierto Grosso y con él el último disco de la selección que había hecho. Te sientas sobre una pierna y extiendes la otra hasta que tu pie toca la mesa de centro; me acerco a ella para tomar el control remoto del estero y programar la secuencia de los discos, sin dejar de mirar los dedos de tu pie. No puedo evitar acariciarlos. Sonríes al mirar cómo los toco.
—¿Éste es un poco mayor que los demás, es así en ambos pies? —digo al tomar el “índice”.
—Sí, estoy simétricamente deforme —afirmas y sacas el otro pie.
La flexión de tus rodillas deja ver momentáneamente tu única prenda interior; al darte cuenta de ello, lanzas un “¡Oh!”, sonríes y metes tu mano entre las piernas para que la falda amplia del vestido te tape al caer entre tus muslos, pero quedan descubiertas tus rodillas.
La música vuelve a escucharse y beso tus pies al ritmo que ella y mis deseos marcan. Doy sendos chupetones a los dedos largos y exclamo que no son deformes, sino que son hermosos.
—Deja, me haces cosquillas —suplicas entre risas —. Quedamos en que me ibas a contar algo… —dices bajando los pies a la alfombra y también la larga falda blanca con encajes y deshilados.
Te echas hacia delante, descansando los codos sobre las rodillas. Das otro trago al vino antes de lanzarme una mirada interrogativa que me apremia a iniciar el relato.
—Mi esposa murió al dar a luz a mi hija menor; durante un año no pensé en casarme. Después, ante mi soledad y la insistencia de mis padres en “rehacer mi vida”, sopesé durante otros dos años la idea de volver a casarme; pero faltaba el ingrediente principal: la novia de la que yo estuviera enamorado. Sólo veía a las mujeres como una inversión tipo costo-beneficio.
Sigo contando mi historia hasta que llego a la situación actual, donde me he acostumbrado a vivir sin pareja fija, no necesito ya una “madre para mis hijos”, y tenía el convencimiento de no querer vivir atado legalmente a nadie —aunque, para no asustarte, callo que eso era antes de conocerte—, “…porque el amor viene y se va cuando uno de los dos ya no lo siente y decide el rompimiento” remato, creyendo firmemente haber sido demasiado sincero contigo y eso puede equivaler a que ya no podrá darse algo más entre nosotros.
—¿Qué opinas tú? —pregunto temeroso de que aquí concluya la plática y sirvo lo poco que queda del vino.
—Que es de los vinos más ricos que he tomado, pero la compañía lo ha hecho el mejor. ¿Puedes poner algo para bailar? —me pides con una sonrisa, quedo desorientado pues no sé qué piensas de lo que he dicho. ¿Acaso pides bailar por el efecto del vino, o porque no quieres hablar más sobre lo que acababas de oír?
—Sí, claro. ¿Qué te gustaría bailar? —pregunto y apuro el resto de mi copa, pero no puedo ocultar la molestia en que se ha convertido mi turbación.
—Me siento muy bien, quiero algo suave… —precisas cerrando lentamente los ojos, a la vez que inclinas hacia un lado la cabeza; terminas con un suspiro acompañado de una sonrisa ancha, muy ancha… que me confunde más.
Acercas tu cara a la mía y bailamos abrazados, siento tu ternura. Constato que aún guardas el equilibrio, es decir, estás completamente consciente de lo que está pasando. Ahora es la segunda pieza. Tomas la iniciativa, al besarme en la mejilla. Te correspondo de la misma forma y buscas mi boca. Tu beso es dulce, recorres mis dientes, mis encías, tu lengua acaricia a la mía. De la misma manera en que tu beso se alarga, también lo hace mi pene; estoy seguro de que sabes lo que me pasa, pero no pegas tu cadera ni tus piernas para presionar mi creciente bulto; creo que ahora soy yo quien debe avanzar. Te abrazo fuerte, meto una de mis piernas entre las tuyas para que sientas mi erección.
—Mmhh… —es todo lo que dices: un quejido leve. Pero son tu pecho y tu pubis los que te ordenaron decirlo.
¡Qué imbécil soy!, el encanto terminó cuando te pisé. Debí haberme quitado yo también el calzado. Te tomo de la mano para llevarte al sofá. Te siento y me agacho para tomarte el pie y masajearte los dedos.
—¡Qué pasa! No te preocupes, no me dolió, además… fue en el otro… —precisas maliciosamente tomándome de la barba para obligarme a mirar tu cara, temo que te raspes pues acostumbro afeitarme sólo en la mañana.
—Discúlpame, no sé bailar —te digo realmente apenado, dándote masaje en el otro pie.
—¿Será? Yo me sentía muy bien entre tus brazos, junto a ti —aseguras echando la cara hacia atrás, en tanto que tus manos recorren tu cuerpo, empezando por las rodillas y terminas cruzando tus brazos alrededor del cuello.
Me excita mucho el recorrido que haces, pero más lo que me dices. Aún estando de rodillas, me animo a besar tu boca. Te abrazo a la altura de las axilas, bajas los brazos y en mis palmas siento las bases de tus volcanes. Se la pasa uno bien en tu boca, con la tibieza y el palpitar de tu pecho en las manos…
Empieza a anochecer. Me levanto a prender algunas luces. Abro la segunda botella de vino, saco otra fuente de carnes frías, queso, y parto unas rebanadas más de pan. Regreso a tu lado, lleno nuestras copas y brindo:
—Por la mujer más bella con la que he bailado —digo enamorado y excitado… Mas por toda contestación obtengo de ti un gesto asombrado y festivo, deseas preguntar algo, pero comienzas a deshilvanar una carcajada que me pone a la defensiva; igual desazón sentí en el primer brindis.
—¿…? Ja, ja, ja ¡Ya van dos! Ja, ja, ja…
—¿Dos? —pregunto desconcertado en medio de los embates de tu risa, que evidentemente, comprendo ahora, no es de burla.
—No vayas a pensar mal, ja, ja, ja… Yo soy la malpensada, ja, ja, ja…
—Explícamelo —solicito entre risas que me van saliendo, contagiado por tu carcajeo. Dejo mi copa en la mesa y te quito la tuya para hacer incuestionable mi petición.
—Sí, creo que es un buen chiste tuyo, pero involuntario —dices aún entre risa y risa—. No creas que estoy borracha, hace un par de horas brindaste por la más bella de las museógrafas y… Una gran mayoría de las que yo conozco y que están en servicio activo, son de edad avanzada; y aunque en gustos se rompen géneros, de las restantes no se puede decir mucho sobre la belleza. Ja, ja, ja…
Mientras te ríes, pienso en que es muy cierto lo que dices: yo no creo conocer a más colegas tuyas que tú, pero también se corresponde con lo que has señalado. ¡Qué comparación tan torpe!
—¡Cierto! ¡Tú eres la única museógrafa bella que conozco, ja, ja, ja! —tomándote de la mano, uno mi risa a la tuya para enmendar el disparate con el que había brindado.
—La segunda vez me reí sólo fue porque soy muy malpensada —aclaras tomando mi cara y me das un beso antes de continuar la explicación—. Cuando te pedí que bailáramos, afirmaste que no sabías bailar; si eso era cierto y como a bailar se aprende bailando y para saber hay que haber practicado mucho, se colige que no somos muchas con las que has bailado, de donde se concluye que no tienes mucho de dónde comparar —concluyes tu silogismo de manera contundente.
—Ja, ja, ja… —río alegre y tú me miras divertida —. Razonas de una manera muy rigurosa ¿Por qué dices que piensas mal? —pregunto retóricamente; entonces tu cara cambia la sonrisa por una mirada tibia que me abriga antes de que se cierren tus ojos y se abra tu boca para unirse a la mía.
—En realidad, lo que acabo de explicar tiene sus deficiencias lógicas pero es de una gran fortaleza probabilística. Tal vez algunas veces pienso mal, pero eso no es lo que yo había dicho. Mis palabras fueron “Soy una malpensada”, y me refería a que no te creí cuando dijiste que no sabías bailar, pues me sentí excelentemente bien bailando contigo… —explicas y me besas.
Suceden más besos de ambos. Bajo lentamente las manos para recorrer la sinuosidad de tu pecho, tu cintura y tus nalgas. Tú haces otro tanto, pero tu antebrazo se atora con el crecido monte de mi regazo, al cual restriegas varias veces antes de separarte. Tomas mi mano y la pasas por los vellos erizados de tus brazos.
—Así estaba antes de que nos sentáramos: con la piel “chinita” —susurraste.
—¿Toda la piel está “chinita”? —pregunto al poner una de tus piernas sobre mi regazo, para acariciarla desde el pie hasta el muslo.
Te sientas sobre mí, como respuesta a mis caricias, besas mi nariz y subes tus manos para acariciar mis cabellos y me obligas a besar tu cuello. Resbalan mis labios por tu piel hasta donde me lo permite el escote de tu vestido; mi boca sigue bajando sobre la tela y aprieta tu pezón erecto. Me levanto cargándote; enredas tus brazos en mi cuello y te llevo a mi recámara y allí te coloco sobre la cama para continuar besándote. Sé que sólo ha transcurrido un par de días de que nos conocemos, pero siento tu afinidad y, aunque parezca locura, estoy verdaderamente enamorado y dispuesto a vivir mi vida contigo. Quiero decírtelo, pero me lo impide tu voz.
—Vamos a la sala —pides antes de ponerte de pie, lo cual interpreto como una negativa—. Al rato me vuelves a traer acá… —concedes con una sonrisa y me tomas de la mano para llevarme al sofá.
En el trayecto me sueltas, tomas tu bolso y dices “Con permiso”. Te encaminas hacia el baño. Aprovecho el intermedio para escoger otros discos, los pongo en el aparato y me siento en el sofá. Tomo mi copa y mientras saboreo el vino recapacito sobre lo que iba a decirte, ¡pues sé que ignoro casi todo sobre ti! ¿Cómo estarás tomando esta relación? ¡Ni siquiera sé cómo la estoy tomando yo! ¡Dios, qué estoy haciendo! ¿Ella traerá condones? ¡A mí no me gustan! Pero… ¿Qué cosas pienso? Yo sólo sé que me siento enamorado, atraído, y ¡menso!
Al oír el ruido del agua que corre en el inodoro, tomo otro trago de vino para tranquilizarme, mientras concluyes tu aseo. Sales. Después de cerrar la puerta del baño te quedas quieta. Sonríes, me ves a los ojos y me doy cuenta que tu cara refleja tantas dudas como lo ha de hacer la mía. Tu semblante cambia, muestra ahora una gran seguridad. Te acercas adonde yo estoy y en el movimiento que causa tu paso en el vestido, me percato de que te has quitado la pantaleta, el pubis moreno y la caída de la tela en tus nalgas lo delatan. Dejas tu bolso y sonriendo te sientas en el sillón; una vez más quedo desconcertado. Tomas tu copa y, sin dejar de mirarme con el mismo gesto amable y enamorado, te pones a sorber el vino. Me pregunto ¡qué pasa!
—Soy divorciada. Tengo dos hijos de diferentes padres. Ambos los tuve durante mi matrimonio, aunque, a sabiendas de mi desliz, al segundo también lo reconoció mi exesposo como hijo suyo y sigue dándole afecto y apoyo económico; pero ello no fue la causa de mi divorcio —explicas, como inicio de las respuestas a las preguntas que me había hecho.
Tomas otro trago y sigues hablando. Durante más de una hora, me explicas con mucho detalle cómo ha sido tu vida; sin olvidar amores desamores ni infidelidades. Me siento avergonzado de escuchar una confesión tan precisa y me irrita que el hecho de creer que pude haber pensado en voz alta, quizás muy alta, mientras estabas en el baño, pues parece que estás respondiendo a lo que habías escuchado.
—Gracias por haberme confiado tu vida privada, raro en un artista tan destacado y constante —me agradeces—; es obvio que debo corresponderte de la misma forma pues me siento profundamente enamorada, pero… todas las demás veces sentí lo mismo…
Muchas gracias, Tita. Sí sé que soy muy curiosa, pero me admira la manera en la que los enredas y te enredas para después reducirlo en tus relatos a algo aparentemente intrascendente. «le monté una obra a un pintor y él me montó a mí», le dices a Saúl en un relato, pero yo me quedé preguntándome cómo se daría el asunto, ¿hubo faje?, ¿se la llevó a un hotel?, ¿fue en su casa?, etcétera.
El preámbulo estuvo muy romántico, ¿y la cogida? ¡Por qué no entró al hato de burros lecheros?
¡Claro que hubo cogida! Aunque también fue romántica, no hubo mayores cosas, por ejemplo, como él no me chupó, yo tampoco me atreví. Cogimos, se vino muy rico, yo también. No sé si por la diferencia de edades (el mayor que tuve) no me emocioné. Cogimos unas veces más, pero al concluir la exposición ya no pasó más.
En esa época, la Tita entraba a los gustos de todos los hombres por cualesquiera de sus sentidos, aunque, a decir verdad, sospecho que por todos. Eso lo manifiesta el tal Julián en el texto (¿de verdad es texto tuyo?). En la Delegación Coyoacán, particularmente en la casa de la cultura, solían poner apodos, me contó uno de mis profes cuando estudié la prepa. Él conoció a una chica apodada «La Nepo», «3 puntos para el examen a quien de un buena explicación del porqué», nos dijo. Sólo dio a dos alumnos un punto porque, «al menos es coherente su explicación», y dejó abierto el acertijo. Pero después se nos olvidó preguntarle el porqué.
Pero no sé por qué te hayan puesto Dolores Abril a ti.
¡Ja, ja, ja…! Sí, conocí a «La Nepo», María Elena, Antropóloga. Ella trabajó y aprendió de un ingeniero (no recuerdo el nombre) que escribió dos o más libros sobre las calculadoras indígenas, particularmente la llamada «Nepohualtzintzin», de allí el apodo a ella porque era una fanática de esa calculadora.
Mi apodo se remonta a la campaña del SAT para que pagaras tus impuestos, aprovechando la fama de la película de Stanley Kubrick que hizo sobre la obra de Nabokov, y lo de Abril era para molestarme porque decían que yo me abría de piernas con mucha alegría, cosa que no me molestaba que así me describieran.
Gracias por hacer que recordara esos detalles.
¡Ah, caray!, no doy con la persona que nombras aquí como «Güémez», perdón «Güemes». Tengo varios candidatos, pero más que los de La Ruptura, debe estar en los solitarios. ¡Bueno, que se quede en el anonimato!
Sí, que quede así, en el anonimato.
Definitivamente, donde quiera que te parabas, se enamoraban de ti. Haciendo cuentas, ese tipo te llevaba más de 15 o 20 años. ¿Es el más grande que te has tirado?
Sí. Como ves, para el pintor yo no sería «Dolores» pues él sí pagaba sus impuestos (con sus obras, como se estilaba en ese ambiente), pero por la diferencia de edades, para él me vería como «Lolita»
Ya estoy como Mar: ¿y la cogida? Porque según el comentario «le monté una obra a un pintor y él me montó a mí», sí te llevó a la recámara, pero parece que sólo para satisfacerse ambos pues ya estaban calientes.
¡Qué bien cuentas la atracción mutua!, más precisa la del galán, claro, él es quien supuestamente relata.
Tú no le soltabas la mano al saludarse, pero seguramente te pasaba lo que a mí cuando miro un prospecto y pienso «¡A éste me lo tiro!»
¡Exactamente así me pasa! Los miro, y si me gustan, ya estoy calculando sus medidas y fantaseando cómo ponérmelos en la cama.
¡Claro que hubo cogida! Aunque también fue romántica, no hubo mayores cosas, por ejemplo, como él no me chupó, yo tampoco me atreví. Cogimos, se vino muy rico, yo también. No sé si por la diferencia de edades (el mayor que tuve) no me emocioné. Cogimos unas veces más, pero al concluir la exposición ya no pasó más.