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Heterosexual, Masturbacion Masculina, Sexo con Madur@s

Relajos y pingas 2

Los inicios y despertar sexual del protagonista.
Capítulo 2: Los inicios (Parte 1)

A mis 35 años, la vida en Lima ya me ha curtido, pero hay recuerdos que queman como si fueran de ayer. Hace 20 años, cuando apenas tenía 15, vivía en un barrio polvoriento de Comas, donde el sol rajaba las piedras y los días olían a tierra seca y comida de olla común. Mi viejo, un taxista que se mataba trabajando, tenía una amiga, Rosa, una blanquita de unos 30 y pico que siempre andaba por la casa. Era de esas mujeres que te miran y sabes que saben más de lo que dicen: piel clara, curvas que apretaban los vestidos, y unos ojos verdes que te desnudaban sin esfuerzo. Yo era un chibolo flaco, con las hormonas alborotadas, y ella lo notó desde el primer día.

Una tarde, mi viejo salió a hacer una carrera larga hasta el Callao, y Rosa se quedó en la casa, supuestamente para ayudar con no sé qué. Yo estaba en mi cuarto, sudando sobre un cuaderno de matemáticas que no entendía, cuando ella entró sin tocar. “Qué calor, ¿no, hijo?” dijo, abanicándose con la mano, su blusa medio desabotonada dejando ver el borde de sus tetas. Yo tragué saliva, la pinga ya dura solo de mirarla. Ella se acercó, se sentó en la cama, tan cerca que podía oler su perfume barato mezclado con sudor. “¿Nunca has estado con una mujer, verdad?” preguntó, con una sonrisa que era más promesa que burla.

No supe qué decir, solo negué con la cabeza, sintiendo la cara arder. Rosa se rió bajito, como si supiera un secreto que yo todavía no entendía. “Tranquilo, yo te enseño”, dijo, y antes de que pudiera procesarlo, su mano estaba en mi muslo, subiendo despacio. Mi corazón latía como tambor de cumbia, y cuando sus dedos rozaron mi pinga por encima del short, casi me muero ahí mismo. “Relájate, hijo, esto es solo el comienzo”, susurró, mientras se inclinaba y me daba un beso lento, su lengua metiéndose en mi boca como si tuviera todo el derecho. Afuera, Comas seguía su ruido de perros ladrando y combis pitando, pero en ese cuarto, con Rosa desabotonándome el short, el mundo entero se calló.

Rosa tenía mi short en las rodillas y mi pinga al aire, dura como palo de escoba, mientras yo seguía tieso en la cama, sin saber si respirar o morirme de la vergüenza. Sus ojos verdes brillaban con una mezcla de diversión y deseo, como si estuviera desarmando un juguete nuevo. “Mírame, hijo”, dijo, y su voz tenía ese tono mandón que no dejaba espacio para discutir. Se arrodilló frente a mí, su cara a centímetros de mi pinga, y yo sentí que el corazón se me iba a salir del pecho. “Primero, te enseño cómo se siente esto”, murmuró, y antes de que pudiera decir algo, su boca ya estaba en mí.

carajo, fue como si me electrocutaran. Su lengua se movía lenta, rodeando la punta, mientras sus labios apretaban justo lo suficiente para volverme loco. Yo no sabía ni dónde poner las manos, así que me agarré de las sábanas, escuchando el sonido húmedo de su boca y mis propios gemidos torpes. Rosa chupaba con calma, como si tuviera todo el tiempo del mundo, y de repente metió más, hasta que sentí mi pinga rozarle la garganta. “Tranquilo, respira”, dijo, sacándosela un momento, con un hilo de saliva colgándole del labio. Yo solo asentí, mareado de placer.

Luego se levantó, se quitó el vestido en un solo movimiento, y ahí estaba, en ropa interior, sus tetas apretadas contra un sostén negro y su culo redondo asomando por una tanga. “Ahora tú”, dijo, tirándose en mi cama y abriendo las piernas. Me acerqué, temblando como flan, y ella me guió la mano a su coño, ya húmedo bajo la tela. “Tócalo suave, como si acariciaras un gato”, explicó, y yo obedecí, deslizando los dedos por sus pliegues. Ella gimió bajito, moviendo las caderas. “Ahora usa la lengua, hijo, pero despacio”. Me agaché, nervioso, y empecé a lamer, torpe al principio, hasta que sus gemidos me dieron pista de lo que le gustaba. “Así, justo ahí”, jadeó, mientras yo chupaba su clítoris y metía un dedo, sintiendo cómo se apretaba a mi alrededor. Afuera, el ruido de Comas seguía —un vecino gritando, una radio con huayno— pero en ese cuarto, Rosa me estaba enseñando un mundo nuevo, y yo estaba más que dispuesto a aprender.

Rosa me tenía atrapado en su juego, y yo, un chibolo de 15 años con la cabeza en las nubes, estaba perdido en su cuerpo. Seguía lamiendo su coño, siguiendo sus gemidos como si fueran un mapa, cuando ella me jaló hacia arriba por los hombros. “Ya, hijo, ahora vas a aprender lo bueno”, dijo, con esa voz que sonaba a miel y a peligro. Se quitó la tanga de un tirón, dejando su coño al descubierto, brillante y listo. Me puso una mano en la pinga, guiándome hasta su entrada. “Despacio al principio, no seas bruto”, me advirtió, y yo, con el corazón a mil, empujé.

Entrar en ella fue como meterse en un sueño caliente y apretado. Su coño me envolvió, y yo solté un gemido que sonó más a quejido. “Tranquilo, muévete suave”, dijo Rosa, sus manos en mi culo, marcándome el ritmo. Empecé a empujar, torpe pero ansioso, sintiendo cómo cada centímetro de mi pinga se hundía en ella. Sus tetas rebotaban bajo el sostén, y ella gemía, “Así, hijo, así”. Poco a poco, fui acelerando, guiado por sus jadeos y por el calor que me quemaba las venas. El catre viejo de mi cuarto crujía como si fuera a colapsar, pero no me importaba. Afuera, Comas seguía con su bulla —un perro ladrando, una combi acelerando— pero yo solo escuchaba el choque de nuestros cuerpos.

Entonces Rosa me frenó, con una sonrisa pícara. “Espera, hay más”. Se dio la vuelta, poniéndose en cuatro, su culo blanco apuntando al cielo. “Ahora por aquí”, dijo, señalándose el ano con un dedo. Yo me quedé helado, pero ella se rió. “No te asustes, hijo, solo usa los dedos primero”. Obedecí, metiendo un dedo despacio, sintiendo lo apretado que era. Ella gimió, empujando contra mí. “Ahora tu pinga, pero lento”. Lubricó con saliva, y yo, temblando, empujé contra su ano. Fue duro al principio, pero cuando entró, carajo, fue otro mundo. Rosa gruñó, un sonido crudo, y me dijo: “Muévete, pero con cuidado”. Empecé despacio, sintiendo cómo me apretaba, y pronto ella estaba gimiendo más fuerte, pidiéndome que acelerara. La embestí, perdido en el placer, hasta que sentí que no podía más. “Acaba, hijo”, jadeó, y yo exploté dentro de ella, la leche llenándola mientras mi cuerpo temblaba.

Me dejé caer en la cama, jadeando, con Rosa riéndose bajito a mi lado. “Buen alumno”, dijo, dándome una palmada en el muslo. Afuera, el mundo seguía girando, pero en ese cuarto, con el sudor pegándonos a las sábanas, yo sabía que nunca volvería a ser el mismo.

34 Lecturas/24 junio, 2025/0 Comentarios/por Pachito
Etiquetas: alumno, amiga, culo, hijo, leche, metro, recuerdos, vecino
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