El despertar sexual de Daniela
Esta historia es ficticia, aunque podría estar basada en hechos reales. Es el despertar sexual de una chica de 15 años a un mundo prohibido, por su religión y por la sociedad. .
El despertar sexual de Daniela
Mi vida siempre ha sido como una jaula de cristal: bonita, brillante, pero cerrada con candado. Mis papás, Fernando y Ernestina, son cristianos evangélicos de esos que no se pierden ni un culto en la iglesia del barrio, una construcción modesta en Iztapalapa con bancas de madera que crujen y un pastor que parece que te taladra el alma con cada sermón y que además es el hermano de mi papá. Desde que tengo memoria, me han criado con la idea de que el cuerpo es un templo sagrado, que el sexo es pecado, que los deseos carnales son trampas del diablo. “El mundo está lleno de tentaciones, Daniela,” decía mi papá cada noche después de la oración familiar, con esa voz grave que retumbaba en nuestra sala. “Tú mantente pura, hija, que Dios te está viendo.” Y yo, obediente, asentía, con mi falda larga hasta los tobillos y mi blusa holgada que parecía un costal. Nunca me cuestioné nada. ¿Para qué? Mi mundo era la escuela, la iglesia, y la casa. No había espacio para más.
Soy Daniela, Dany para los pocos que me conocen de verdad. Tengo 15 años, mido 1.60, soy morena clara con ojos negros que, según mi mamá, “brillan con la luz de Dios”. Mi cabello oscuro me cae a los hombros, liso y siempre recogido en una trenza modesta. Mis pechos son medianos, redondos, firmes, aunque nunca pienso en ellos porque siempre están escondidos bajo blusas que parecen cortinas. Mis nalgas, grandes y redondas, son algo que solo noto cuando me siento en las bancas duras de la iglesia y siento el acolchado natural que Dios me dio. Mi cintura es breve, pero nunca la presumo. Mi ropa interior es lo más aburrido del mundo: brasieres blancos de algodón que parecen de abuela y calzones del mismo estilo, amplios, cómodos, nada que invite a la lujuria. Todo en mí grita “niña buena”. Nunca me han atraído los muchachos de mi edad, no le había encontrado sentido al romance o al sexo nunca, además de que es pecado y así me gusta. O al menos, así me gustaba hasta que entré a la prepa.
El primer día en la preparatoria fue como entrar a otro planeta. Entre al CCH Oriente, la escuela estaba llena de chicos que gritaban, reían, y se empujaban en los pasillos. Las chicas usaban faldas cortas, maquillaje brillante, y se reían con una libertad que me hacía sentir fuera de lugar. Yo, con mi falda plisada gris que me llegaba a los tobillos y mi blusa blanca de manga larga, parecía un fantasma de otra época. Pero entonces la vi: Paulina. Güera, con el pelo castaño claro cayéndole en ondas perfectas, unos ojos verdes que parecían burlarse del mundo, y una figura que hacía que todos los chicos voltearan. Llevaba una falda corta de mezclilla que apenas cubría sus muslos, una blusa ajustada que marcaba sus curvas, y unos botines negros que resonaban en el piso. Paulina era todo lo que yo no era: libre, atrevida, viva.
—Oye, tú, la de la falda de monja —me dijo el segundo día, apoyada en la pared con una sonrisa pícara—. ¿Cómo te llamas?
—Daniela —respondí, bajando la mirada, sintiendo que mis mejillas ardían.
— Yo me llamo Paulina, pero dime Pau. ¿Por qué traes esa ropa? ¿Eres de esas que rezan todo el día? —Su tono no era cruel, pero sí curioso, como si yo fuera un rompecabezas que quería descifrar.
No sé cómo pasó, pero terminamos siendo amigas. Paulina era como un huracán: hablaba de chicos, de fiestas, de cosas que yo solo había oído en susurros en la iglesia como “pecados que Dios no perdonaba”. Pero también era dulce, atenta, y me hacía reír como nadie. Me fascinaba su libertad, su forma de caminar como si el mundo le perteneciera. Y aunque éramos tan diferentes, algo en ella me hacía sentir que podía ser más que la niña buena que todos esperaban.
Un día, después de clases, mientras caminábamos por las calles de Iztapalapa, Paulina sacó un pendrive negro de su mochila.
—Toma, Dany —dijo, guiñándome un ojo—. Esto es para ti. Mira lo que tiene en tu casa, sola, y luego me cuentas.
—¿Qué es? —pregunté, sosteniendo el pendrive como si fuera una bomba.
—Es un regalo. Te va a ayudar a descubrir quién eres de verdad. —Su sonrisa era misteriosa, y sus ojos brillaban con algo que no entendí en ese momento.
Esa noche, después de la cena familiar, mi papá lideró la oración de agradecimiento. “Gracias, Señor, por librarnos del pecado y mantenernos en tu camino,” dijo, mientras mi mamá asentía con devoción y mi hermanita Andrea, de 10 años, miraba al techo, aburrida. Andy siempre ha sido más rebelde que yo.
Andrea, mi hermanita, siempre ha sido un torbellino pequeño. A sus 10 años, con su 1.45 de estatura, es alta para su edad, gracias al voleibol que juega en la escuela. Su piel morena brilla bajo el sol de Iztapalapa, y su cabello oscuro y chino, que le llega a media espalda, siempre está suelto, aunque mi mamá insiste en que se lo recoja para “verse decente”. Tiene unos ojitos negros vivaces, un rostro que parece sacado de una pintura, con labios carnosos y una naricita respingada. Sus pechos apenas están creciendo, como limoncitos, y su cintura es tan delgada que parece que podría romperse. Pero sus nalguitas, redondas y duras, destacan cuando corre en la cancha, aunque ella no lo note. Siempre lleva ropa modesta como yo: faldas largas plisadas, blusas de manga larga, y ropa interior de algodón blanca, como la mía. Nada que invite al pecado, decía mi mamá siempre. Sin embargo, Andy tiene un brillo rebelde en la mirada, una chispa que dice que no está tan convencida de las reglas de la casa. Mientras yo siempre he sido la hija perfecta, ella cuestiona todo, aunque lo hace en silencio para no meterse en problemas.
Esa noche, después de la oración familiar, subí a mi cuarto con el pendrive de Paulina quemándome en la mano. Mi habitación es pequeña, con paredes de un blanco deslavado, una biblia en mi buró, y una lámpara vieja que parpadea cuando la enciendo. El olor a humedad de la casa se mezcla con el aroma del incienso que mi mamá quema después de los cultos. Me senté en mi cama, con el colchón chirriando bajo mi peso, y conecté el pendrive a mi laptop, una reliquia que apenas funciona. Mi corazón latía como tambor, no sé si por miedo o por curiosidad. ¿Qué me había dado Paulina? ¿Por qué esa sonrisa suya tan rara?
La pantalla se llenó de carpetas con nombres extraños: “Nenas”, “Traviesas”, “Prohibido”. Dudé un segundo, con la voz de mi papá resonando en mi cabeza: “Huye del pecado, Daniela”. Pero algo en mí, algo nuevo, me empujó a abrir la primera carpeta. El primer video comenzó. Dos niñas, de no más de 10 años, estaban en una habitación con paredes rosas, riendo y tocándose. Sus manos pequeñas se deslizaban por sus cuerpos, sus lenguas se enredaban en besos torpes pero llenos de deseo. Una de ellas, con trenzas, se quitó la blusa, dejando ver unos pechitos apenas formados, mientras la otra, una güerita, lamía su cuello con una intensidad que me hizo tragar saliva. No podía apartar los ojos. Mi respiración se aceleró, y sentí un calor extraño entre mis piernas, como si mi cuerpo estuviera despertando de un sueño largo. Eran sensaciones nuevas, algo que nunca había sentido, algo que no me dejaba pensar, no podía quitar mi vista del vídeo y de esas niñas que ahora estaban haciendo sexo oral en un 69.
Cerre la laptop de un golpe, arrancando el pendrive como si quemara. Me tiré en la cama, con el corazón a mil, y cerré los ojos, hice oración para que Dios perdonará mi pecado, quise olvidarlo, pero las imágenes seguían ahí: las niñas besándose, tocándose, gimiendo bajito. Por primera vez en mi vida, sentí algo que no podía explicar, algo que no era puro, algo que me hacía sentir viva. Mis manos temblaban cuando, sin pensarlo, las deslicé bajo mi pijama. Mis dedos rozaron mi ropa interior de algodón, y noté que estaba húmeda. Me asusté, pero no pude parar. Sentía algo en mi vagina, un calor rico, pero que me incitaba a seguir, a tocarme. Me toqué torpemente, sin saber qué hacía, solo siguiendo un instinto que nunca había sentido. Recordé a la güerita del video, cómo lamía los pezones de la otra, y mis dedos encontraron un lugar que palpitaba. Encontré mi clítoris, ese lugar que estaba prohibido por Dios. Me mordí los labios para no gemir, me toque en círculos, mis dedos se sentían mojados, lubricados, no podía parar y cuando el orgasmo llegó, fue como una ola que me rompió por dentro. Tuve que morder mi almohada para no gritar, una corriente eléctrica me recorrió, me hizo sentir tan jodidamente bien. Me quedé temblando, con la culpa quemándome, pero también con una sensación de libertad que nunca había conocido.
Al día siguiente, en la escuela, Paulina me esperaba en el patio, con esa sonrisa suya que parecía saberlo todo. Llevaba una falda de cuero negro que apenas cubría sus muslos, una blusa blanca ajustada que dejaba ver el contorno de su sostén rojo, y el pelo suelto, brillando bajo el sol. Sus labios, pintados de rosa brillante, se curvaron cuando me vio.
—¿Y qué, Dany? ¿Viste el pendrive? —preguntó, apoyándose en una pared, con una ceja levantada, sin siquiera saludarme.
No pude mirarla a los ojos. Sentí las mejillas ardiendo. —Sí… lo vi —murmuré, apretando mi mochila contra el pecho.
—¿Y? ¿Qué sentiste? —insistió, acercándose tanto que pude oler su perfume dulzón, como de vainilla mezclada con algo más intenso.
—Estaba… mal. Pero… —bajé la voz— me gustó. Pero es pecado, además es enfermo, son niñas, pero… me gustó, me gustó mucho.
Paulina soltó una risita baja, como si hubiera ganado una apuesta. —Sabía que eras como yo, Dany. No te gustan los pendejos de nuestra edad, ni los hombres. A nosotras nos gusta otra cosa, ¿verdad? —Sus ojos brillaron, y por primera vez, sentí que alguien me veía de verdad.
A partir de ese día, Paulina se convirtió en mi guía en un mundo que no sabía que existía. Me pasaba más pendrives, cada uno con videos más intensos: niñas pequeñas lamiéndose entre sí, niños con vergas chiquitas siendo chupados por sus hermanas o mamás, papás cogiendo a sus hijas con una mezcla de ternura y lujuria. Cada noche, después de la oración familiar, me encerraba en mi cuarto y me perdía en esos videos. Me excitaba ver a las niñas gozando, sus gemidos agudos, sus cuerpos temblando mientras sus papás las penetraban o sus mamás las lamían. Me imaginaba como disfrutaban esas nenas, como disfrutaban sintiendo esas lenguas en sus papayitas, esas vergas entrando en ellas, abriendolas. Me masturbaba con furia, arrancándome la ropa interior, tocándome la pucha hasta que me escurría en orgasmos que me dejaban jadeando.
Paulina también me empezó a hablar de sexo, cosas que nunca había oído. Un día, mientras comíamos en un puesto cerca de la escuela, casi susurrando, me dijo:
—Dany, tienes que afeitarte la panocha. Se siente más rico cuando te tocas, y las tangas se ven mejor.
—¿Tangas? —pregunté, casi atragantándome con mi taco.
—Claro, tonta. Esas madres que se te meten entre las nalgas. Te hacen sentir sexy, aunque tus papás te tengan vestida como monja.
Ese día, al llegar a la escuela me metí y bañar y, recordando los consejos de Paulina me afeite mi puchita. La dejé tan lisa, suave. Ella tenía razón, en la noche, mientras me masturbaba viendo un video de una mamá chupando la vagina de su hija me sentí más… sexual. Me encantó esa sensación de masturbarme sin un pelito en la rajita.
Al día siguiente, Paulina me arrastró a una tienda de lencería en el centro comercial de Plaza Oriente. El lugar estaba lleno de luces brillantes, maniquíes con sostenes de encaje y tangas minúsculas. Me sentía fuera de lugar, con mi falda larga y mi blusa de manga larga, pero Paulina me empujó hacia los perchas de ropa interior.
El aire del centro comercial estaba cargado de olores: perfume caro, sudor de la gente que pasaba, y el eco de las risas de adolescentes que se arremolinaban en los pasillos. La tienda de lencería era un universo nuevo para mí, con paredes forradas de encajes, sedas y colores que nunca había visto en mi ropa. Paulina, con su falda de cuero negro que abrazaba sus muslos como una segunda piel, se movía entre las perchas como si fuera la reina del lugar. Su blusa blanca, casi transparente, dejaba ver el contorno de un sostén rojo que parecía gritar rebeldía. Su cabello castaño claro caía en ondas, rozando sus hombros, y sus uñas pintadas de negro brillaban mientras señalaba una tanga diminuta de encaje negro con detalles rosas.
—Mira esta, Dany —dijo Pau, sosteniendo la prenda como si fuera un trofeo—. Esta te va a quedar de poca madre. Imagínate cómo se te va a meter entre las nalgas. Te vas a sentir bien puta.
Me quedé paralizada, con la cara ardiendo. La palabra “puta” resonó en mi cabeza como un eco prohibido. Pero no pude evitar mirar la tanga: era tan pequeña que apenas parecía ropa. El encaje era suave al tacto, con un bordado de rosas que contrastaba con la tela negra casi transparente. Mis manos temblaron al tomarla, imaginándome usándola en mi cuarto, sola, mientras veía los videos de Paulina. Sentí un cosquilleo en mi papaya, una humedad que ya empezaba a conocerme demasiado bien.
—¿Estás segura? —murmuré, mirando a mi alrededor como si alguien de la iglesia fuera a aparecer y señalarme como pecadora.
—Obvio, tonta. Compra unas cuantas, para que tengas variedad. Nadie se va a enterar —respondió Pau, guiñándome un ojo mientras se ajustaba el pelo con un movimiento que hacía que sus pechos se alzaran bajo la blusa.
Terminé comprando cuatro tangas: la negra con rosas, otra roja, aún más diminuta, con un hilo tan fino que parecía que se rompería con solo mirarlo. Una blanca, totalmente transparente, con unos tirantes que se ajustaban a mi cintura y apenas cubría mi puchita y compre otra que me escogió Paulina. Una tanga negra con una abertura en la zona de la vagina. Las escondí en el fondo de mi mochila, como si fueran un secreto mortal, y cuando llegué a casa, las guardé bajo mi colchón, lejos de los ojos de mi mamá, que revisaba mi cuarto como si fuera un detective buscando evidencias de pecado.
Esa noche, después de la oración familiar, subí a mi cuarto con el corazón latiendo a mil. Saqué la tanga negra con abertura de su escondite y me la puse, sintiendo cómo el encaje se deslizaba por mi piel morena clara. La tela se metió entre mis nalgas grandes y redondas, abrazándolas con una presión deliciosa que me hizo jadear. Me miré en el espejo de cuerpo entero que tenía en la puerta de mi closet. Mi cuerpo, que siempre había visto como algo para cubrir, de repente parecía otro. Mis pechos, medianos y firmes, empujaban contra mi sostén de algodón blanco, y mi cintura breve se veía aún más marcada con la tanga. Mis nalgas, duras y redondas, parecían más grandes con el encaje negro destacando contra mi piel. Por primera vez, me sentí sexy, aunque la culpa seguía ahí, como un eco de las palabras de mi papá: “Huye del pecado, Daniela”.
Conecté el pendrive a mi laptop y abrí un nuevo video. Esta vez, era una niña de unos 10 años, con trencitas y unos pechitos apenas formados, siendo lamida por otra niña un poco mayor. La menor gemía bajito, sus manitas apretando las sábanas, mientras la lengua de la otra se deslizaba por su rajita rosada, brillante de humedad. Mis dedos encontraron mi pucha casi sin darme cuenta, rozando el encaje de la tanga. Estaba empapada, y cada caricia me hacía temblar. Me imaginé siendo la niña mayor, lamiendo esa papaya chiquita, sintiendo su calor en mi lengua. Me quité el sostén, dejando mis tetas libres, y apreté mis pezones mientras me tocaba más rápido, imitando los movimientos del video. Cuando llegué al orgasmo, mordí mi almohada para no gritar, mi cuerpo temblando mientras mi panocha se contraía y un chorrito caliente empapaba la tanga.
Así pasaron las semanas. Cada noche era lo mismo: oración familiar, cuarto cerrado, tanga puesta, videos de Paulina, y mis dedos trabajando en mi papaya hasta que me escurría en orgasmos que me dejaban sin aire. Paulina, en la escuela, se reía cuando me veía sonrojada y me preguntaba detalles: “¿Ya te compraste más tangas? ¿Qué sentiste anoche?” Yo le contaba todo, avergonzada pero excitada, y ella me animaba a seguir explorando. Me hablaba de cómo se sentía una lengua en la pucha, de cómo una verga entrando despacito podía hacerte ver estrellas. Yo escuchaba, fascinada, aunque seguía siendo virgen, sin experiencia más allá de mis propias manos.
Una noche, todo cambió. Era viernes, y mis papás habían ido a un retiro espiritual de la iglesia, dejándonos a Andy y a mí solas en casa. Después de la cena, Andy se fue a su cuarto, y yo subí al mío con mi ritual de siempre. Me puse la tanga roja, esa que era puro hilo, y me senté en la cama con la laptop. Estaba tan metida en un video —dos niñas de la edad de Andy besándose, sus lenguas enredándose mientras se tocaban los pechitos— que no me di cuenta de que no había cerrado bien la puerta. Estaba semidesnuda, con la tanga metida entre mis nalgas, mis tetas al aire, y mis dedos frotando mi clítoris hinchado, cuando oí un jadeo detrás de mí.
—¡Dany! —La voz de Andy me hizo saltar. Giré la cabeza, y ahí estaba, parada en la puerta, con los ojos como platos. Llevaba su, un pantalón de felpa que le quedaba muy holgado y una blusa de algodón blanca, y su cabello chino suelto, cayendo sobre sus hombros. Sus mejillas estaban rojas, y sus ojitos negros brillaban con una mezcla de sorpresa y algo más que no reconocí en ese momento.
—¡Andy! ¿Qué haces aquí? —grité, dejando la laptop abierta y apenas pude pausar el vídeo, y cubriendo mis tetas con los brazos. Mi corazón latía tan fuerte que pensé que se me iba a salir del pecho.
—No podía dormir… y oí ruidos raros —murmuró, sin moverse de la puerta. Sus ojos bajaron a mi cuerpo, a la tanga roja que apenas cubría mi papaya, y luego volvieron al video que seguía pausado en la pantalla: las dos niñas, congeladas en un beso húmedo.
—Vete a tu cuarto, Andy, por favor —dije, con la voz temblando. Pero ella no se movió. En lugar de eso, dio un paso dentro del cuarto, cerrando la puerta detrás de ella.
—¿Qué estás viendo? —preguntó, su voz baja, casi un susurro. Había algo en su tono, una curiosidad que me puso los nervios de punta.
—Nada… cosas que no debes ver —respondí, tratando de sonar firme, pero mi cuerpo seguía temblando, y la humedad entre mis piernas no ayudaba.
—Déjame ver —insistió, acercándose a la cama. Sus manos pequeñas jugaban con el borde de su blusita, y noté que sus mejillas estaban más rojas que antes. Sus pechitos, apenas unos limoncitos bajo la blusa, subían y bajaban con su respiración acelerada.
No sé qué me pasó. En lugar de echar a Andy de mi cuarto, me quedé ahí, congelada, con la tanga roja metida entre mis nalgas y mis tetas al aire, sintiendo cómo el calor de mi papaya seguía palpitando. La culpa me quemaba por dentro, pero también había algo más fuerte, algo que me hacía querer que mi hermanita se quedara. Sus ojitos negros brillaban con una mezcla de curiosidad y deseo, y su respiración acelerada hacía que su blusa blanca se pegara a sus pechitos chiquitos, esos limoncitos que apenas se marcaban. El cuarto olía a mi sudor, a la humedad de mi pucha, y al incienso que todavía flotaba desde la sala. La lámpara parpadeaba, lanzando sombras que hacían que todo pareciera un sueño raro, como si estuviéramos atrapadas en un mundo donde las reglas de mis papás no existían.
—Andy, esto no es para ti —dije, con la voz temblando, pero sin fuerza. Mis manos seguían cubriendo mis tetas, aunque sabía que ya no había nada que esconder.
—Quiero ver, Dany —respondió ella, dando otro paso hacia la cama. Su cabello chino caía desordenado sobre sus hombros, y sus labios carnosos temblaban, como si estuviera luchando contra algo dentro de ella.
No dije nada más, no sé ni por qué lo hice. Me incliné y le di play a la laptop, dejando que el video siguiera. Las dos niñas en la pantalla volvieron a moverse, sus lenguas enredándose en un beso húmedo, sus manos explorando sus cuerpos. Una de ellas, la más pequeña, gemía mientras la otra le lamía los pezones, pequeños y rosados, como si fueran dulces. Andy se sentó a mi lado en la cama, tan cerca que podía sentir el calor de su cuerpo. Su respiración era rápida, y noté cómo sus piernas se apretaban, como si estuviera sintiendo algo nuevo.
—¿Qué están haciendo? —preguntó, su voz baja, casi un susurro. Pero no había miedo en su tono, solo una curiosidad que me puso la piel de gallina.
—Se están… queriendo —respondí, sin saber cómo explicarlo. Mi corazón latía tan fuerte que pensé que ella lo oiría. Miré su rostro, sus mejillas rojas, sus ojos fijos en la pantalla. La niña del video gimió más fuerte cuando la otra deslizó su lengua por su rajita, y Andy dejó escapar un jadeo chiquito.
—Se ve… rico —dijo, y sus palabras me golpearon como un rayo. Mi hermanita, la niña que jugaba voleibol en la escuela y que se aburría en las oraciones de mi papá, estaba excitada. Y yo también.
Sin pensarlo, me acerqué más a ella. Nuestros hombros se rozaron, y sentí un escalofrío recorrer mi espalda. La tanga roja estaba empapada, pegada a mi pucha, y mis tetas se sentían pesadas, con los pezones duros como piedritas. Andy giró la cabeza y me miró, sus ojos negros brillando bajo la luz tenue de la lámpara. Sus labios se abrieron un poquito, y antes de que pudiera detenerme, me incliné y la besé.
Su boca era suave, cálida, con un sabor a chicle de fresa que siempre masticaba. Al principio, fue torpe, nuestros labios chocando sin ritmo, pero luego ella respondió, abriendo más la boca, dejando que mi lengua se enredara con la suya. Fue como si el mundo se apagara. Solo existíamos nosotras, el calor de nuestros cuerpos, el roce de nuestras lenguas. Sus manitas se posaron en mis hombros, temblando, y yo puse una mano en su cintura, sintiendo lo delgada que era, cómo su piel morena se sentía bajo la tela de su blusa.
—Dany… —susurró contra mis labios, su voz temblorosa pero llena de algo que sonaba a deseo.
—Shh, déjame —dije, y la empujé suavemente hasta que quedó acostada en mi cama, con el cabello chino desparramado sobre mi almohada. La laptop seguía abierta, los gemidos del video llenando el cuarto, pero ya no necesitaba mirar la pantalla. Tenía a Andy frente a mí, y una lujuria que nunca había sentido me invadió.
Levanté su blusa con cuidado, como si estuviera desvelando un secreto. Su piel era suave, morena, con un olor a jabón de lavanda que me volvía loca. Sus pechitos eran pequeños, apenas unos bultitos con pezones rosados que se endurecieron cuando los toqué con los dedos. Andy jadeó, arqueando la espalda, y yo me incliné para lamer uno de esos limoncitos. Mi lengua rozó su pezón, y el gemido que salió de su boca fue como música. Era dulce, suave, y su piel temblaba bajo mi lengua. Chupé despacito, sintiendo cómo se endurecía más, mientras mi mano bajaba por su vientre hasta el borde de su pantalón del pijama.
—¿Te gusta? —pregunté, mi voz baja, casi ronca, mientras mis dedos jugaban con el elástico de su ropa interior, unos calzones blancos de algodón que parecían sacados de un convento.
—Ssí… —respondió, mordiéndose el labio inferior. Sus ojos estaban entrecerrados, y su respiración era un desastre, subiendo y bajando su pecho chiquito.
Le baje el pantalón hasta los tobillos, dejando sus piernas al descubierto. Sus muslos eran firmes, con esa curva perfecta que tienen las niñas que hacen deporte. Sus calzones blancos estaban húmedos en el centro, y el olor de su puchita me pegó como una bofetada. Era dulce, un poco ácido, como si su cuerpo estuviera gritando que quería más. Deslicé los calzones por sus piernas, dejando su rajita a la vista. Era pequeña, rosada, con unos labios finos que brillaban de humedad. Sin un solo rastro de vello púbico aún. El clítoris, apenas un botoncito, asomaba entre ellos, y cuando lo toqué con la punta de mi dedo, Andy dio un brinco y soltó un gemidito que me hizo mojarme aún más.
—Tranquila, mi amor —susurré, imitando lo que había visto en los videos. Me incliné y acerqué mi boca a su puchita. El olor era más fuerte ahora, embriagador, y cuando saqué la lengua y lamí sus labios, sentí su sabor explotar en mi boca. Era dulce, salado, cálido, como un néctar que nunca había probado. Lamí despacio, explorando cada pliegue, mientras Andy se retorcía bajo de mí, sus manitas agarrando las sábanas. Cuando mi lengua encontró su clítoris, lo chupé con cuidado, dando pequeños círculos, y ella arqueó la espalda, gimiendo más fuerte.
El sonido de los gemidos del video en la laptop se mezclaba con los jadeos de Andy, que resonaban como un eco prohibido. Mi lengua seguía explorando su rajita, lamiendo cada pliegue de sus labios rosados, que brillaban empapados de su humedad. El sabor era adictivo, una mezcla de dulzura y un toque ácido que me hacía salivar. Su clítoris, pequeño y duro como un botón, palpitaba bajo mi lengua mientras lo chupaba con suavidad, dando círculos lentos que hacían que Andy se retorciera en la cama. Sus manitas apretaban las sábanas con tanta fuerza que los nudillos se le ponían blancos, y sus gemidos, agudos y desesperados, me encendían más. Mi tanga roja, esa tira minúscula de encaje, estaba empapada, pegada a mi pucha como una segunda piel, y sentía cómo mi propia humedad se deslizaba por mis muslos.
—Dany… ay, Dany… qué rico… —gimió Andy, su voz quebrándose mientras arqueaba la espalda, empujando su vaginita contra mi boca. Sus muslos temblaban, y su piel morena brillaba con una fina capa de sudor que olía a jabón y a algo más, algo crudo y animal que me volvía loca.
—Shh, mi amor, déjate querer —susurré contra su rajita, mi aliento caliente rozando sus labios húmedos. Volví a lamer, esta vez más rápido, chupando su clítoris con fuerza mientras mis dedos se deslizaban por sus muslos, sintiendo la firmeza de su carne joven. Su puchita se abría más con cada lamida, los labios hinchados y brillantes, y un chorrito de su jugo se escapó, corriendo por mi barbilla. Lo lamí todo, saboreando cada gota, mientras mi propia raja palpitaba, pidiendo atención.
Andy soltó un grito ahogado, sus piernas se tensaron, y de pronto su cuerpo se convulsionó. —¡Me orino, Dany! ¡Ay, me orino! —chilló, y sentí cómo su panocha se contraía bajo mi lengua, un torrente de humedad caliente empapándome la boca. Su orgasmo fue como una explosión, sus caderas temblando mientras se escurría, dejando la sábana bajo ella manchada de su esencia. Me aparté un poco, jadeando, con los labios brillantes de su jugo, y la miré. Su rostro estaba rojo, sus ojos entrecerrados, y su pecho subía y bajaba con respiraciones rápidas. Su blusita seguía enrollada mostrando sus limoncitos, sus calzones blancos tirados en el suelo, y su rajita, ahora más rosada e hinchada, brillaba bajo la luz tenue.
—¿Estás bien? —pregunté, mi voz ronca, mientras me limpiaba la barbilla con el dorso de la mano. Mi corazón latía tan fuerte que pensé que se me iba a salir, y la culpa, esa vieja conocida, empezaba a asomarse, pero el deseo la mantenía a raya.
Andy asintió, todavía jadeando, y se sentó en la cama, mirándome con esos ojitos negros que parecían ver dentro de mí. —Quiero… quiero hacerte lo mismo —dijo, su voz tímida pero decidida. Había algo en su tono, una chispa de rebeldía que me recordó por qué siempre había sido la menos obediente de las dos.
—¿Segura? —pregunté, aunque mi cuerpo ya estaba gritando que sí. Me recosté en la cama, abriendo las piernas lentamente, dejando que la tanga roja, empapada y translúcida, mostrara el contorno de mi pucha. Andy se acercó, sus manos temblando mientras tocaban mis muslos. Sus dedos eran pequeños, suaves, pero firmes, y cuando rozaron el encaje de la tanga, solté un gemido bajito.
—Quítamela —le dije, levantando las caderas para que pudiera deslizar la tanga por mis piernas. La tela se despegó de mi papaya con un sonido húmedo, y el aire fresco del cuarto me hizo estremecer. Andy miró mi panocha, sus ojos abiertos de par en par. Mi rajita estaba hinchada, los labios gruesos y brillantes, sin un solo rastro de vello púbico, tal como Paulina me había convencido de afeitar. Mi clítoris, rojo y duro, asomaba entre los labios, pidiendo ser tocado.
—Es… bonita —murmuró Andy, y antes de que pudiera responder, se inclinó y acercó su cara a mi pucha. Su aliento cálido me hizo temblar, y cuando su lengua, tímida al principio, rozó mis labios, solté un gemido que no pude contener. —¡Ay, mierda, Andy! —grité, olvidándome de la niña buena que se suponía que era. Su lengua era torpe, pero eso la hacía más deliciosa. Lamía despacio, explorando, como si estuviera descubriendo un sabor nuevo. Cuando encontró mi clítoris, lo chupó con cuidado, y mis caderas se alzaron solas, empujando mi papaya contra su boca.
—Así, mi amor, chúpame la puchita, no pares —jadeé, mis manos enredándose en su cabello chino, guiándola mientras su lengua se movía más rápido. El placer era como un fuego que me quemaba por dentro, cada lamida enviando chispas por mi cuerpo. Mi panocha estaba empapada, los jugos corriendo por mis muslos, manchando las sábanas. Andy aprendía rápido, sus labios pequeños chupando mi clítoris con más confianza, y cuando metió un dedito en mi raja, grité de puro gozo. —¡Sí, cabrona, méteme el dedo, cógeme con él! —Mi voz era puro instinto, grosera, sucia, como en los videos de Paulina.
Su dedo, pequeño y delgado, se deslizó dentro de mi pucha, sintiendo lo apretada y caliente que estaba. Lo movió despacito, entrando y saliendo, mientras su lengua seguía trabajando mi clítoris. El placer era insoportable, una presión que crecía en mi vientre, y cuando sentí que no podía más, mi cuerpo explotó. Mi cuerpo se sacudió como si me hubiera caído un rayo, el orgasmo explotando en mi pucha con una fuerza que me dejó sin aire. —¡Me vengo, Andy, me vengo en tu boca, mierda! —grité, mi voz rota por el placer mientras mis caderas se alzaban, empujando mi papaya contra su lengua. Sentí cómo mi rajita se contraía alrededor de su dedito, apretándolo con cada espasmo, mientras un chorro caliente de mis jugos empapaba su barbilla y goteaba por mis muslos. El olor de mi panocha, dulce y almizclado, llenaba el cuarto, mezclándose con el sudor y el aroma a lavanda de Andy. Mi cabeza cayó contra la almohada, jadeando, con los pezones duros como piedritas y las tetas temblando al ritmo de mi respiración descontrolada. La tanga roja, ahora tirada a un lado de la cama, estaba hecha un desastre, empapada y arrugada.
Andy levantó la cara, sus labios brillando con mi humedad, sus ojitos negros abiertos de par en par, como si no pudiera creer lo que acababa de hacer. Su cabello chino estaba desordenado, con mechones pegados a sus mejillas por el sudor. Su blusa blanca seguía enrollada sobre su cintura, dejando al descubierto sus pechitos, esos limoncitos con pezones rosados que todavía temblaban por la excitación. La vi lamerse los labios, saboreando lo que quedaba de mí, y un escalofrío me recorrió la espalda. Mi hermanita, la niña que jugaba voleibol en la escuela y que se aburría en las oraciones de mi papá, acababa de chuparme la pucha hasta hacerme llegar como nunca.
—¿Te… te gustó? —preguntó, su voz tímida, casi como si temiera que la regañara. Pero había una chispa en sus ojos, esa rebeldía que siempre la hacía diferente a mí.
—Ay, Andy, estuvo… de poca madre —respondí, todavía jadeando, mi cuerpo pesado y cálido por el orgasmo. Me senté en la cama, acercándome a ella, y tomé su carita entre mis manos. Sus mejillas estaban calientes, y su respiración seguía acelerada. La besé otra vez, saboreando mi propia pucha en sus labios, un sabor salado y dulce que me hizo gemir bajito. Nuestras lenguas se enredaron, torpes pero hambrientas, y sentí cómo su cuerpo se relajaba contra el mío, sus manitas tocando mis muslos, rozando la piel sensible donde mi jugo todavía brillaba.
—Esto es nuestro secreto, ¿verdad? —dije, mirándola a los ojos, mi voz baja pero firme. La culpa seguía ahí, como una sombra en el fondo de mi mente, pero el deseo era más fuerte, un fuego que no podía apagar.
—Nadie se va a enterar, Dany —respondió Andy, asintiendo con esa seriedad que tienen los niños cuando hacen una promesa. Pero luego sonrió, una sonrisita pícara que me recordó a Paulina. —Quiero… quiero hacerlo otra vez.
Me reí, un poco nerviosa, un poco excitada. —Tranquila, pequeña pervertida. Vamos a ir despacito —dije, aunque mi cuerpo ya estaba pidiendo más, mi papaya palpitando de nuevo al imaginar su lengua otra vez. Pero algo en mí sabía que teníamos que parar, al menos por esa noche. Mis papás podían llegar en cualquier momento, y el cuarto olía a sexo, a sudor, a nosotras. —Vamos a limpiar esto antes de que alguien nos cague.
Nos levantamos, todavía temblando, y recogimos la ropa desparramada. Andy se puso sus calzones blancos, ahora arrugados, también se puso apresuradamente el pantalón de la pijama, alisándolo con las manos como si quisiera borrar lo que había pasado. Yo me puse una pijama vieja, una camiseta oversized y unos shorts de algodón, escondiendo la tanga roja en el fondo de mi cajón. Apagué la laptop, guardé el pendrive bajo mi colchón, y abrí la ventana para que el aire fresco de la noche se llevara el olor a pucha y deseo que impregnaba el cuarto. Afuera, las calles de Iztapalapa estaban vivas: el ruido de un microbús, el ladrido de un perro, el eco de una cumbia que salía de alguna casa vecina. Todo parecía normal, pero dentro de mí, todo había cambiado.
Esa noche, cuando Andy se fue a su cuarto, me quedé sola en mi cama, mirando la biblia que estaba en el buró. La culpa intentó colarse, pero la empujé lejos. Lo que había sentido con Andy, lo que había visto en esos videos, lo que Paulina me había mostrado, era más real que cualquier sermón de mi papá. Por primera vez, entendí lo que Paulina quiso decir: no me gustaban los hombres, ni los chicos de mi edad. Me gustaban las nenas, como Andy, y los nenes de los videos, con sus verguitas pequeñas y sus caritas inocentes. Era como si una puerta se hubiera abierto dentro de mí, una puerta que no podía cerrar.
El día siguiente fue una locura. En la escuela, Paulina notó algo diferente en mí, como si pudiera oler el cambio en mi piel. Estábamos sentadas en el patio, comiendo unas papas con salsa Valentina, con el sol quemándonos la nuca y el ruido de los chicos jugando fut de fondo. Yo llevaba mi falda larga de siempre, gris y plisada, pero debajo, escondida, llevaba la tanga negra con rosas, esa que me hacía sentir como una desconocida cada vez que me movía y sentía el encaje rozando mi panocha. Paulina, con una falda de mezclilla que apenas le cubría las nalgas y una blusa negra ajustada que dejaba ver el contorno de su sostén de encaje morado, me miró con esa sonrisa suya, la que siempre parecía saber más de lo que decía.
—¿Y qué, Dany? ¿Qué tal los videos? ¿Ya te estás volviendo una putita como yo? —preguntó, chupándose los dedos llenos de salsa, sus labios rojos brillando bajo el sol.
Me sonrojé, mirando al suelo. —Pau, pasó algo… con Andy —susurré, asegurándome de que nadie más nos oyera. El patio estaba lleno, pero el ruido de las risas y los gritos nos daba algo de privacidad.
—¿Con tu hermanita? —Sus ojos se abrieron, y una sonrisa traviesa se extendió por su cara. —No mames, Dany, ¿neta? Cuéntamelo todo, cabrona.
Le conté todo, en voz baja, sintiendo cómo mi cara ardía. Le hablé de la noche, de los besos, de cómo lamí la rajita de Andy, de cómo ella me chupó hasta hacerme venir. Paulina escuchaba, inclinándose hacia mí, su perfume dulzón envolviéndome. Cuando terminé, soltó una risita baja, como si hubiera ganado una apuesta.
—Sabía que eras de las mías, Dany. Tú y yo somos iguales. Nos calientan las nenas, los nenes, lo prohibido. ¿Y ahora qué vas a hacer? ¿Vas a seguir con tu hermanita o qué? —preguntó, mordiéndose el labio inferior, sus ojos verdes brillando con una mezcla de curiosidad y morbo.
—No mames, Pau, no sé qué voy a hacer —admití, sintiendo cómo la tanga negra con rosas se me metía entre las nalgas, un recordatorio constante de mi nuevo mundo. Mi falda larga gris seguía siendo la misma, pero debajo, mi cuerpo estaba despierto, vibrando con cada roce del encaje contra mi pucha. Bajé la voz, asegurándome de que nadie nos oyera entre el bullicio del patio—. Fue… intenso. Pero es mi hermanita, ¿sabes? Siento que estoy rota por dentro.
Paulina soltó una carcajada baja, inclinándose hacia mí hasta que su perfume dulzón, con un toque de vainilla y algo más picante, me envolvió. —Rota, mi culo. Estás viva, Dany. Por primera vez, estás sintiendo lo que es ser libre. ¿Qué tiene de malo? Andy lo quiso, tú lo quisiste. Nadie salió herido, ¿o sí? —Sus uñas negras jugaban con un mechón de su cabello castaño, y su mirada tenía un brillo travieso, como si estuviera planeando algo.
—Supongo que no… pero mis papás me matarían si se enteran. Y la iglesia… Dios, ni siquiera quiero pensar en eso —dije, apretando mi mochila contra el pecho, como si pudiera protegerme de la culpa que seguía rondándome.
—Ay, Dany, déjate de pendejadas. Dios no te está viendo cuando te vienes en la boca de tu hermanita —dijo Pau, riendo con esa risa suya que sonaba como campanas traviesas. Se acercó más, su rodilla rozando la mía, y bajó la voz—. Lo que tienes que hacer es seguir explorando. Si te gustó con Andy, imagínate con alguien más… o con más de una. —Sus ojos brillaron, y por un segundo, pensé que me iba a besar ahí mismo, en medio del patio.
—¿Con quién? —pregunté, mi voz temblando, aunque mi cuerpo ya estaba reaccionando, un calor subiendo desde mi papaya hasta mi pecho. La idea de “más de una” me hizo tragar saliva, imaginándome cosas que solo había visto en los videos de Pau.
Esa noche, en casa, todo parecía normal, pero yo estaba en otro mundo. Durante la cena, con el sonido de mi papá leyendo un versículo de la Biblia, no podía dejar de mirar a Andy. Ella estaba sentada frente a mí, con una falda plisada verde que le llegaba a las rodillas y una blusa blanca de manga corta que dejaba ver sus bracitos delgados. Su cabello chino estaba recogido en una cola alta, pero algunos mechones rebeldes caían sobre su frente. Sus ojitos negros evitaban los míos, pero cada vez que nuestras miradas se cruzaban, sentía un chispazo, como si compartiéramos un secreto que nos quemaba. Sus labios carnosos, todavía con un rastro de brillo de fresa, se movían mientras hablaba con mi mamá sobre la escuela, pero yo solo podía pensar en cómo se habían sentido contra mi pucha.
Después de la oración familiar, subí a mi cuarto con el pretexto de hacer tarea, pero en realidad saqué el pendrive y me puse la tanga blanca transparente. El encaje se sentía como una caricia prohibida, rozando mi clítoris cada vez que me movía. Abrí un video nuevo: esta vez, era una niña de unos 12 años, con trencitas y una falda corta, siendo tocada por una mujer mayor. La mujer, con el cabello rojo y un vestido ajustado, lamía la rajita de la niña mientras le susurraba cosas sucias. “Mírame, pequeña, mira cómo te abro la puchita,” decía, y la niña gemía, sus muslos temblando mientras se venía en la boca de la mujer. Mis dedos encontraron mi papaya, y empecé a tocarme, imaginándome en el lugar de la niña, con Paulina lamiéndome, o tal vez con Andy otra vez.
¿Continuará? Eso lo decidirán ustedes con sus comentarios.
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