La noche en que Mérida decidió huir
Mérida, con 16 años recién cumplidos, era el contraste vivo: cabello rojo rizado que caía en cascadas rebeldes sobre sus hombros, piel clara salpicada de pecas que se negaba a ocultar bajo maquillaje y unos ojos azules que parecían mirar siempre con un desafío velado..
Fergus tenía 33 años, y aunque la vida no le había dado lujos, su presencia llenaba cualquier espacio con una gravedad que se sentía más que se veía. Alto, trigueño, con hombros anchos y brazos musculosos que tensaban la tela de su camiseta como si estuvieran siempre listos para sostener, empujar o someter. El pelo negro, un poco largo y con ese desorden calculado, dejaba escapar mechones que caían sobre su frente. Entre respiración y respiración, el pecho subía lento, pero profundo, como si cada inhalación midiera el aire y cada exhalación soltara algo denso, cargado. Sus ojos marrones, oscuros como tierra húmeda, se estrechaban apenas cuando la miraba, un gesto mínimo pero que a Mérida le recorría la espalda como un roce invisible. El vello abundante que asomaba por el cuello de la camiseta parecía invitar a imaginar el resto de su torso, y el calor que desprendía, mezclado con un aroma de sudor limpio y cuero viejo, la envolvía hasta dejarle la garganta seca. Había en su padre una rudeza atractiva que no pedía permiso… y a Mérida, más que fascinarla, le resultaba asfixiante, como si cada mirada suya fuera una mano cerrándose en torno a su respiración.
Elinor, con apenas 30 años, era el tipo de mujer que no necesitaba pedir atención: la reclamaba sin esfuerzo. Su piel clara, impecable como porcelana, parecía guardar el secreto de un cuidado obsesivo; el cabello castaño oscuro, liso y brillante, caía hasta media espalda como una cortina que enmarcaba un rostro diseñado para el control. Los ojos verdes, fríos y calculadores, podían desvestir o desarmar con la misma precisión. Sus labios, siempre pintados en un tono sobrio, tenían la forma exacta para pronunciar órdenes. Alta, de figura esbelta y elegante, cada movimiento era una coreografía medida; incluso al caminar, sus caderas se mecían con un ritmo sutil, el suficiente para que quien la mirara sintiera que no debía, pero no pudiera dejar de hacerlo. Había en ella una autoridad que excitaba tanto como intimidaba, y lo sabía.
Mérida, con 16 años recién cumplidos, era el contraste vivo: cabello rojo rizado que caía en cascadas rebeldes sobre sus hombros, piel clara salpicada de pecas que se negaba a ocultar bajo maquillaje y unos ojos azules que parecían mirar siempre con un desafío velado. Le gustaba verse bien y oler aún mejor; su perfume, cálido y floral, quedaba flotando en el aire después de que pasaba. Su cuerpo, completamente formado, tenía curvas firmes y provocadoras: senos plenos y turgentes que se insinuaban bajo cualquier tela ligera, cintura estrecha que se abría en caderas amplias y un trasero redondo que se movía con una naturalidad peligrosa. Sus muslos, fuertes y bien dibujados, invitaban a imaginar el calor que escondían; y entre ellos, su intimidad —recortada, húmeda, palpitante en ciertos momentos— era parte de su conciencia corporal, algo que no le avergonzaba sino que llevaba como un arma silenciosa. Pese a esa sensualidad, Mérida era obediente con sus padres, cumpliendo cada norma que le imponían… al menos en apariencia.
Pero más allá de lo físico, había en ella un espíritu indómito que parecía demasiado grande para las paredes en las que vivía. Para Mérida, ese hogar no era un refugio, sino una jaula pulida donde cada gesto era evaluado y corregido; paredes impecables, muebles ordenados y un silencio que pesaba más que cualquier grito. Vivía como si cada rincón tuviera ojos, como si la casa entera estuviera diseñada para contenerla y moldearla en alguien que nunca aceptaría ser.
Esa noche, la cena había sido un campo de minas invisible. Fergus hablaba de un vecino “bien puesto” que podría ayudarle con un negocio y que “sería bueno para conocer a la familia”. Elinor asentía con una calma estudiada, pero sus manos se movían con precisión quirúrgica para corregir la forma en que Mérida cortaba la carne.
Mérida no podía dejar de notar lo que pasaba bajo la mesa: la mano derecha de su padre descansaba con naturalidad sobre el muslo de su madre, apretando de vez en cuando, como marcando un pulso que solo ellos entendían. No había nada de secreto en aquello; en esa casa, el deseo se nombraba sin filtros. Fergus podía decir, con una sonrisa tranquila, lo bien que le quedaba esa falda o cómo preferiría verla sin ella, y nadie fingía no escucharlo.
Elinor respondía con miradas directas, cargadas de promesas que sabían cumplirse, y de vez en cuando dejaba escapar una frase que dejaba claro que lo suyo continuaría más tarde, a solas. Mérida, sentada frente a ellos, no sabía si apartar la vista o seguir observando; era como si el aire en la mesa se espesara con algo que no estaba destinado a ella, pero que la tocaba igual.
Mérida intentaba mantener la vista fija en su plato, pero no podía evitar que el calor subiera por sus piernas. Sus pezones se endurecieron bajo la tela fina de la blusa, rozando el tejido en cada respiración. La presión húmeda entre sus muslos aumentaba con cada frase descarada, con cada apretón que veía de reojo. No era simple incomodidad; era la sensación peligrosa de estar siendo arrastrada hacia algo que, en el fondo, quería explorar.
El ambiente estaba impregnado de ese olor tibio a comida recién servida mezclado con el perfume de su madre y el aroma más terroso y masculino de Fergus. Para Mérida, esa casa siempre había sido así: un lugar donde la sexualidad no se nombraba pero se respiraba en cada gesto, en cada roce que creían disimular. Era una sensación que la confundía, que la irritaba… y que a veces, muy a su pesar, la hacía consciente de su propio cuerpo.
—Y tú, ¿qué opinas, Mérida? —la voz, grave y levemente rasposa, rompió el zumbido de las conversaciones como una caricia brusca en la nuca, pero sin cortar el hilo cargado del tema—. Apuesto a que ya has probado más de lo que aparentas.
Ella sintió el calor denso del ambiente pegarse a su piel, ese calor que se mezclaba con el aroma tenue pero persistente de vino y cuero viejo que venía de su padre. Bajo la mesa, cruzó las piernas despacio; la seda tibia de su ropa interior —un encaje rojo que le rozaba apenas la piel— se tensó contra la humedad que empezaba a formarse. Un leve cosquilleo le subió desde la base de la espalda hasta la nuca, obligándola a tragar saliva antes de responder. Sus pezones, atrapados bajo la tela fina de la blusa, reaccionaron al roce mínimo con el sostén, endureciéndose sin pedir permiso. Él la miraba con una calma que quemaba más que cualquier grito, como si pudiera oler cada latido acelerado, cada pequeña traición de su cuerpo.
Ella levantó la vista despacio, dejando que sus pestañas largas barrieran el aire antes de encontrarse con ellos. Sus padres la miraban con una sonrisa traviesa, ojos brillando de una curiosidad sin pudor. El silencio que se extendió no fue incómodo; era denso, eléctrico, como una mano invisible deslizándose por su piel. Sabían que iba a hablar, y ella también lo sabía. En su asiento, sintió cómo el encaje húmedo de su ropa interior se pegaba a su intimidad, recordándole con cada pequeño roce el último momento en que se había corrido… y con quién. Ellos esperaban esa confesión como quien espera un postre prohibido, saboreándola antes de escucharla.
—Opinar sobre qué exactamente… —respondió, fingiendo inocencia, mientras se mordía el labio inferior.
El calor le subió a la cara y a la entrepierna al mismo tiempo. La blusa ya no era una barrera, y sabía que si alguno de los dos bajaba la mirada podría notar cómo los pezones tensaban la tela.
—Supongo que… —dijo, dejando que la frase se alargara— …
Hubo alguna risa breve.
Fergus sonrió y se puso de pie, su sombra creciendo sobre la mesa. Mérida lo siguió con la mirada, despacio, desde las botas gastadas que apenas hacían ruido sobre el piso hasta el torso ancho bajo la camiseta. Cada línea de su cuerpo tenía esa rudeza trabajada por años, y ella, sin querer —o quizá queriendo más de lo que admitía—, dejó que sus ojos se detuvieran en el bulto marcado por el tejido, esa curva que tensaba la tela y que en su cabeza adoptaba formas y sensaciones que no debía imaginar.
El calor de la habitación parecía aumentar, o quizá era su propia blusa de algodón claro, ajustada en el pecho y ceñida a la cintura, la que le recordaba cada respiración que daba. El tejido marcaba el contorno de sus senos y se pegaba levemente a su piel, como si también estuviera al tanto de hacia dónde se había dirigido su mirada.
El pensamiento fue rápido y ardiente, un relámpago que le recorrió la piel como si alguien hubiera deslizado un dedo húmedo y lento por dentro de ella. El calor le subió al pecho, endureciéndole los pezones bajo la blusa fina hasta doler, mientras una humedad tibia comenzaba a empapar el encaje de la ropa interior que había elegido esa mañana más por capricho sensual que por costumbre. Tragó saliva, notando cómo los muslos se tensaban y se cerraban con una presión involuntaria, como si intentara contener un pulso que ya se le escapaba. Cuando levantó la vista, él seguía ahí, inmóvil, pero con la respiración apenas más profunda, como si oliera lo que estaba ocurriendo entre sus piernas. La sonrisa ladeada no era ambigua; estaba llena de la certeza sucia de que la tenía atrapada, de que podía dejarla ardiendo sin siquiera tocarla. Y en ese instante, ella supo que su padre disfrutaba del control… tanto como de la posibilidad de quebrarla.
Mérida, ignorando lo que acababa de decir, le devolvió la sonrisa. No porque quisiera complacerlo… sino porque sintió que podía mirarlo como quería, no como debía.
Fergus sonrió, pero no había ternura.
—Todos decimos eso a tu edad. Después la vida te enseña quién manda.
Elinor, sin levantar la voz, soltó la frase que encendió la mecha:
—La vida no, Fergus. Nosotros.
Mérida sintió que algo en su interior se rompía con un chasquido seco. Miró a ambos: él, con la seguridad de quien cree que todo se acomoda bajo su sombra; ella, con la frialdad de quien piensa que moldear a una hija es un deber, no una violencia.
Pero esa frialdad no era gratuita: Elinor había sido madre a los 14 años. A los ojos de los demás, fue “una chica que se arregló la vida casándose joven”, pero en casa nunca se habló de lo que significó en realidad: crecer a la fuerza, criar a una hija mientras todavía era casi una niña, aprender a controlar todo porque el control era lo único que le quedaba para no quebrarse.
Para Elinor, criar a Mérida no era solo un rol de madre: era un espejo que la devolvía a su propia adolescencia, a lo que perdió, a lo que nunca pudo elegir. Por eso necesitaba que Mérida encajara en el molde: no era solo disciplina, era miedo disfrazado de perfección.
Esa noche, después de que Elinor subió sola a su habitación —algo inusual, pues lo habitual era que Fergus y ella se retiraran juntos, como un pequeño ritual conyugal que parecía sellar cada jornada—, la casa quedó envuelta en un silencio espeso. Fergus no encendió la televisión como de costumbre. Permaneció en la cocina, removiendo distraídamente una taza de café, el sonido metálico de la cucharilla golpeando contra la cerámica.
Cuando Mérida apareció en el marco de la entrada, él levantó la vista y la sostuvo, inmóvil, como si su mirada fuera un anzuelo invisible. No dijo nada; solo alzó la mano con un leve movimiento de los dedos, lento, medido, como quien sabe que no necesita insistir para ser obedecido. Un gesto simple, sí… pero que llevaba la densidad de una orden íntima. Ella sintió cómo su pecho se inflaba más de la cuenta al inspirar, y cómo el aire, caliente, se le quedaba un segundo atrapado antes de escapar por los labios entreabiertos. Las yemas de sus dedos rozaron la tela suave de su falda, un roce nervioso que subía por sus muslos como si buscara ocultar el ligero temblor que los recorría. No supo si aquello era costumbre, un reflejo aprendido desde siempre… o si había algo más, una tensión muda que no se nombraba, pero que le aceleraba el pulso y le humedecía la boca mientras daba un paso, y luego otro, hacia su padre.
—No creas que tu madre siempre fue así —dijo, sin mirarla directamente—. A veces pienso que se congeló por dentro cuando tú llegaste.
Mérida lo observó, sin saber si hablaba en serio o intentaba suavizar algo que no podía defender. Fergus bebió un sorbo, y siguió:
—Yo… tampoco estaba listo para ser padre. Tenía diecisiete. No entendía nada. Solo sabía que tenía que mantener la casa en pie… y para eso hay que poner reglas.
—¿Reglas para quién? —preguntó ella, con una mezcla de rabia y tristeza—. ¿Para protegerme o para encerrarme?
Fergus apoyó la taza en la mesa. El vapor ya se había disipado.
—A veces es lo mismo.
El silencio que siguió no fue frío, sino espeso, cargado de algo que ninguno fingía no sentir. Mérida no apartó la mirada de él, y se dio cuenta de que estaba observando demasiado, respirando más hondo de lo normal. Sus muslos, que intentaba mantener cerrados, empezaban a traicionarla.
—Entonces… —dijo, con un tono más bajo— …quizá estoy cansada de esas reglas.
Las pupilas de Fergus se dilataron apenas.
—¿Y qué harías sin ellas? —preguntó, casi en un susurro.
Mérida no contestó. Simplemente se echó hacia atrás, dejando que la falda se deslizara unos centímetros más arriba de sus muslos. No necesitaba decir nada: la línea de piel expuesta ya hablaba por sí misma.
—Las rompería —dijo al fin, con voz firme, sintiendo cómo su respiración se aceleraba—. Una por una.
Mérida notó que la humedad se acumulaba en su ropa interior.
Fergus observaba, sin intervenir, como si aquello formara parte de una lección cuidadosamente planeada. Sin apartar los ojos de ella, se acercó cuidadosamente.
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